Acácio de Marília Rocha
En mi primera función “ordinaria” del festival, después de la apertura, me encontré con Mariano Mestman, fugaz programador del BAFICI durante un año o dos y único (que yo sepa) que dejó voluntariamente el puestito, por tener mejores cosas que hacer que seleccionar películas, verbigracia, sus apasionantes investigaciones sobre los cruces entre arte y política en la Argentina, que incluyen (full disclosure) un libro sobre “el instituto homónimo”, como dice mi viejo ("Del Di Tella a Tucumán Arde").
Marília Rocha (ninguna relación de parentezco con Glauber) cuenta la historia de un curioso personaje, Acácio Videira, que el catálogo define como artista plástico pero que el film presenta más bien como un viejo documentalista y/o etnógrafo y/o coleccionista de arte tribal africano que nació en 1918 en un pueblito portugués, vivió después muchos años en Angola y, tras la independencia de 1975, abandonó el país africano y emigró a Brasil. Lo más interesante del documental de Rocha son las filmaciones 16mm y super-8 hechas por Acácio en Angola, tanto de una tribu del interior del país como de la vida de los colonos portugueses entre los años 50 y 70.
El viejo Acácio, que murió antes de concluirse el documental, muestra una memoria vacilante delante de la cámara, olvidando a menudo nombres y acontecimientos de su vida, pero recordando con extrema precisión la lengua y la mitología de la tribu que registró en imágenes, evidentemente la gran pasión de su vida. Ante las dificultades que presentaba el testimonio del protagonista, la directora apeló a entrevistarlo casi siempre en forma conjunta con la esposa, Maria da Conceiçao, que por el contrario recuerda casi todo lo referido a la vida cotidiana, con lujo de detalles, pero parece ignorar lo esencial de la experiencia africana de su marido.
La presencia verborrágica de Maria da Conceiçao llega a ser por momentos irritante y uno desea que se callara un poco y dejara hablar más al viejo. Pero, a la vez, salimos discutiendo con Mestman si no habría algo de sabiduría en la estrategia de la documentalista, que de ese modo plantea el problema que acaso verdaderamente le interesa: la memoria como jardín de senderos que se bifurcan. Las diferentes maneras de recordar “lo mismo” nos llevan a pensar que la memoria siempre tiene por lo menos dos caras. Y no sólo porque se trata de dos testimonios simultáneos y contrapuestos.
Rocha filma, por ejemplo, a marido y mujer mirando el viejo material fílmico o fotográfico, comentando imágenes que nosotros no vemos. Y recién después de que haya terminado la descripción oral, nos ofrece las imágenes, en un silencio que se llena de ecos y resonancias. Lo mismo sucede con ese plano-contraplano, muy poco usual en la tradición etnográfica, que en el montaje de Rocha muestra la vida cotidiana de los colonos siempre en contraposición con el registro documental de los “nativos”. Quedan sin explicitar, eso sí, las características de la "compañia" colonial para la que trabajaba Acácio, asi como la relación de explotación establecida entre colonos y nativos, que en el film queda diluida en los recuerdos idealizados de los viejitos. Las últimas imágenes filmadas por el viejo son de todos modos terriblemente elocuentes: en un metraje fallado, típicas imágenes “caseras” del matrimonio y su familia, felices en Africa, se ven accidentalmente sobreimpresas sobre el celuloide, en el mismo rollo, a otras imágenes, de los africanos, donde se adivina algún rito tribal incomprensible. Me evocó aquella frase de Walter Benjamin, que recuerdo mal y de memoria: “No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”.
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