miércoles, 23 de abril de 2008

Andrés Di Tella habla sobre El país del diablo
“La historia ocurre ahora”
















Varias son las paradojas abordadas por el director de
La televisión y yo
en su nuevo film: retratando la
Campaña del Desierto en pasado y presente, ilumina
el modo en que motivaciones en teoría progresistas,
de civilización, utilizaron el crimen como herramienta,
y el modo en que los descendientes de indígenas echan
mano a relatos de colonizadores para indagar en las
costumbres de sus antepasados.


Hay una escena particularmente sugestiva de El país
del diablo
, la nueva película de Andrés Di Tella,
un cineasta que de algún modo es responsable del
nacimiento del Bafici, por haber sido su primer director.
Dicha secuencia transcurre hacia el final del film, en
una ceremonia indígena por el fin de año en la que
está presente el documentalista, en plena noche,
fogosa y helada. En medio del festejo, la mujer que lo
lidera se refiere a las personas que no son de pueblos
indígenas presentes en esa ocasión –recordando, al
mismo tiempo, que “el blanco nos invadió”– y asume
que su comunidad no conoce del todo cómo eran las
celebraciones de sus antepasados indígenas, que no
vieron mientras se realizaban porque no estaba ahí.
En esas menciones puede cifrarse una buena cantidad
de aspectos que funcionan como las contundentes
aristas de esta nueva apuesta del director de La
televisión y yo y Fotografías, dedicada a escarbar en los
aspectos históricos y sensibles, pasados y presentes,
de la denominada Campaña del Desierto y en el
derrotero de un personaje llamado Estanislao Zeballos,
ideólogo de la Campaña al tiempo que estudioso de
la cultura aborigen una vez recorrido el territorio
conquistado. La mirada hacia el blanco, el hecho de
que uno de los “de afuera” sea el mismo Di Tella, quien
en su anterior trabajo indagó en su propia identidad
hindú; la dificultad de los descendientes de indígenas
para conocer a ciencia cierta las costumbres de sus
orígenes , y sobre todo, el implacable acento puesto en
el presente incluso para narrar un hecho pasado hacen
de El país del diablo (producido por Eduardo Yedlin) un
documental inteligente y sensato. Y hay más hallazgos,
desde la colección de cráneos de Zeballos, pasando por
paisajes realmente impactantes en su elocuencia hasta
un shampoo que lleva de nombre “Calfucurá”.

¿Por qué te interesó este tema?
Hace muchos años había ido a un seminario de David
Viñas sobre esta temática. Él nos mostró El último
malón, entre otras cosas. El tema me daba vueltas en la
cabeza, me atraía toda la temática de esa época, qué
pasó con los indios, y quiénes fueron los responsables
de, por un lado ese exterminio, y a la vez de construir
este país. La Conquista del Desierto fue una campaña
militar muy rápida, prácticamente en cinco meses
los reventaron. Pero Roca después fue presidente
durante diez años y fue la época de mayor gloria de la
Argentina, donde trajeron a todos los inmigrantes que
veníamos a reemplazar a los indios. En ese sentido, yo
creo que todos estamos un poco implicados. Somos de
alguna manera beneficiarios o estaban pensando en
nosotros… en reemplazar a los indios con inmigrantes.
El tema me resultó fascinante por todas sus artistas
y por esta idea de tipos progresistas que se vieron
involucrados en crímenes horrendos. Entonces la
película es finalmente la punta del iceberg que te
permite imaginar todo ese universo del cual no se
habla.

Hay una manera muy binaria de referirse a la campaña
en el discurso común. En este caso, ¿te interesaba mostrar

posturas y personajes más grises?

Quizás porque yo mismo soy uno de ellos. Es el tema de
Fotografías, la identidad mezclada, contradictoria, casi
imposible de reconciliar. Y me parece que la Argentina
tiene algo de eso, tiene ese componente indígena que
no es reconocido. Los indios, los ranqueles, se supone
que habían sido exterminados. Pero algunos existen,
y hay algunos que son “neoindios”, como Nazareno
–uno de los personajes de la película–, que tiene un
componente indígena y decide identificarse con eso,
y no con su componente italiano. Al mismo tiempo,
el padre –que también aparece– lo niega más. Eso
también es una cosa generacional. A mi me interesó
un personaje como Estanislao Zeballos, que fue el
ideólogo de la Campaña del Desierto, de la necesidad
de exterminar al indio, y a la vez fue el primer “huinca”
(blanco) que cuando empezó a recorrer ese territorio
recién conquistado, empezó a aprender la lengua, a
conocer tradiciones y se convirtió casi en el primer
antropólogo argentino. Que el primer antropólogo
argentino tenga esa especie de pecado original de
haber sido responsable del exterminio de los indios
y que además su interés por su cultura se exprese en
profanar tumbas y coleccionar los cráneos es muy
interesante… pero era genuino a la vez. Había algo
aparentemente progresista, la idea de civilizar, pero eso
iba de la mano de algo muy terrible.

¿Cómo trabajaste la película en cuanto a la imagen?
A mí me interesaba mucho recorrer los lugares que
recorrió Zeballos, cotejar las descripciones que él hacía
con los lugares tal cual se los puede encontrar hoy.
Muchos de esos lugares eran los centros neurálgicos
de la vida aborigen y hoy no hay nada. Quería recorrer
el territorio y tratar de evocar, ver qué hay, qué queda.
Soy un convencido de que los lugares llevan las marcas
de lo que pasó ahí. Leubucó, que fue el centro del
mundo de los ranqueles y dejó de existir, está todavía
como poblado por fantasmas, y yo lo siento realmente.
Ahí mismo fue que nos dejaron ir a la ceremonia del
año nuevo, fue muy increíble estar ahí en el medio
de la noche, con un frío terrible. Estaban estos indios
que se constituyen en indios tratando de generar una
ceremonia que no están muy seguros de cómo era, un
poco la toman de lo que escribe Zeballos, otro poco
de lo que escribe Mansilla, otro poco de lo que vieron
de los mapuches. Y eso también es la identidad, y
eso es lo emocionante, cómo personas que han sido
discriminadas o perseguidas de pronto reconstruyen su
identidad.

¿Era importante para vos traer el conflicto al presente?
Sí, es algo que está sucediendo ahora. Porque yo pienso
que la historia ocurre ahora. Por ejemplo, la zanja de
Alsina, ese proyecto delirante que tuvo el ministro
de defensa de hacer una especie de barrera entre
la civilización y la barbarie, todavía está presente
en la familia de Nazareno. Y el padre por momentos
habla como reivindicando a los indios, y por otro
lado dice que eran haraganes, traicioneros. A mí me
interesa cómo la historia vive. De pronto estamos en
un bar mirando los libros de Zeballos y se sienta un
parroquiano y empieza a hablar como si fuera alguien
de la época, diciendo que a los indios no se les puede
confiar y que había que perseguirlos como a los
animales salvajes.

En esta película, a diferencia de las últimas, la relación
personal y biográfica con el tema no parece tan explícita.

No lo hago acá tan explícito porque no me pareció tan
necesario contar de dónde venía yo y cuáles eran mis
motivos para interesarme por el conflicto de identidad
de los indios y por la discriminación que han sufrido y
siguen sufriendo. También siento que uno va haciendo
un camino, que son las películas, eso tiene una lógica.
En esta película estoy presente como narrador y como
personaje, me asumo como una especie de Zeballos
del siglo XXI. Hay muchas cosas en las que yo después
me identificaba con él, aunque es una identificación
muy complicada por su complicidad en el genocidio,
pero a la vez en la recuperación de la cultura indígena.
Y lo paradójico es que algunos de los indios ranqueles
o mapuches, hoy, aunque no les gusta reconocerlo, se
tienen que basar en lo que él escribió para tener sus
propias tradiciones. Se cortó la transmisión, es algo
que llaman “etnocidio”, que es eliminar su cultura, su
identidad, que es el crimen mayor de la Conquista
del Desierto. No sólo la guerra en sí, sino que lo que
vino después fue terrible: que la sociedad argentina
se encargó de pisotear al indio, hubo campos de
concentración, hubo separación de familias, se inoculó
el veneno de la humillación, los indios se odiaban a
sí mismos. Y en algún sentido eso es lo personal. De
alguna manera yo he vivido eso, que es lo que cuento
en Fotografías, de haber vivido esa discriminación por
ser indio de otro tipo, de la India, y es muy conflictivo.
Es como si terminaras odiándote a vos mismo.

¿Podés encontrar puntos en común en toda tu filmografía?
Hace poco hicieron una retrospectiva de mis
películas en Barcelona y evidentemente se pueden
encontrar algunas preocupaciones que siguen estando.
Montoneros, una historia es un relato muy personal
y subjetivo. Inclusive en Prohibido hay algo con los
lugares, la ciudad, dónde tuvo lugar la dictadura en
cuanto al espacio, porque eso sobrevive. Yo lo que creo
es que en un momento crucé esa línea invisible que
separa al documentalista de lo documentado porque
me resultaba muy artificial. Cuando yo voy a ver a
Daniel Cabral, uno de los últimos sobrevivientes
de los ranqueles, con las cámaras y todo, lo que nos
cuenta él no lo hubiera contado, no es algo de lo que él
habla. La cámara y el encuentro entre documentalista y
documentado produce cosas, es un hecho en sí.

Natalí Schejtman

Sin aliento, sábado 12 de abril 2008