por Ezequiel Boetti
No hay caso: ni siquiera la exploración de un diccionario con minucia quirúrgica alcanza para dar con los vocablos capaces de definir a Claudio Caldini (Buenos Aires, 1952) y su oficio. Aunque, en realidad, la búsqueda debería simplificarse a un término único, ya que este luthier y performer cinematográfico hizo de su vida y obra una entidad homogénea e indivisible, de sus cortos un arte estentóreo, de cada fotograma manipulado una manifestación emocional, sintomática de ángeles y demonios internos. El de Caldini no es un cine experimental, es radiográfico. “Cuando mejor filmo es cuando no pienso”, confiesa el artista promediando el metraje de la recientemente estrenada Hachazos. Este documental y el libro homónimo, ambos firmados por Andrés Di Tella, no sólo sirven de clausura para el círculo iniciado en octubre del año pasado con la función de “cine en vivo” del último DocBsAs –que también pasó por La Plata y Brasil–, sino que además permiten aproximarse a una de las figuras más emblemáticas del cine under vernáculo.
La escena inicial del filme encuentra al protagonista enlistando pertenencias en un inglés ríspido, poco amigable para el oído anglosajón, como si la expresividad oral y escrita no fueran más que accidentes antropológicos con los que debe lidiar para llegar a la limpidez del lenguaje cinematográfico. En ese pequeña escena, se palpa que, para él, no hay otra forma de comunicación más noble que el cine y que por eso todas sus vivencias están allí, inmortalizadas en los más de 40 cortometrajes filmados con su trajinada Súper 8. Pero al comienzo era distinto: “Me acerqué al cine más por interés técnico que artístico”, reconoce.
Películas lúdicas
Aquel acercamiento fue a mediados de los 50, cuando su padre y su padrino adquirieron un flamante proyector de 35 mm y comenzaron a despuntar el coleccionismo. Pero aquello olía más a entretenimiento y picaresca amistosa que a auténtica cinefilia. En esos años, las distribuidoras se deshacían de las copias vendiéndoselas a fábricas de pintura, donde se les extraía el acetato para reutilizarlo. Para resguardar el material grabado de potenciales usureros, las empresas literalmente tajaban el fílmico, dejándolo hecho jirones en contenedores callejeros. La colección, entonces, no era de películas, sino de escenas sueltas. Ese acto lúdico devino en poético cuando el por entonces quinceañero vio que detrás de esas secuencias extrapoladas de su narración y ajadas por el filo había algo más.
“Todavía me apasiona el misterio de cómo unos aparatos, unas máquinas en apariencia sin vida, pueden llegar a almacenar instantes del mundo que, al poner en marcha un mecanismo, vuelven, no sé muy bien de dónde”, reflexiona en el texto. Así, Caldini se anotó para estudiar cine, pero el modelo narrativo industrial que imperaba en la currícula lo empujó a la deserción: sabía que el punto cero de una película no siempre es el lápiz y papel.
Paralelamente conoció a Marta Minujín. Y ahí sí, el camino fue inexorable. Pero la experimentación, demasiado subjetiva para los cráneos del poder, tenía un costo menos artístico que político. Caldini se hastió del miedo y en 1974 se fue a Barcelona. De allí a India. Un año más tarde volvió, pero sólo en cuerpo: su espíritu quedó varado del otro lado del mundo. Vaciado, pasó un verano en un psiquiátrico y salió a comienzos de 1976, tiempos en los que una proyección con treinta personas era sinónimo de subversión.
Otra vez hizo las valijas, pero India no fue igual: “La experiencia me superó totalmente”, confiesa. Víctima de alucinaciones, con la visa vencida y sin dinero, terminó internado en un hospital de París, hasta que a fines de los 70 regresó al país. Pasó una década alejado del cine, con el norte fijo en el Indico.
El tercer viaje, en 1991, lo dejó quebrado, viviendo de la misericordia de amigos y saltando de casa en casa (36 en una década, según cuenta), hasta que lentamente empezó a resurgir de su propio infierno como cuidador de una quinta en la localidad bonaerense de General Rodríguez.
Así estaba Caldini cuando se reencontró con el director de Fotografías, a quien había conocido cuando ambos participaron en un cortometraje de Minujín. Tratando de entender la relación entre el cine y su vida, le propuso a su gran referente filmar un documental. De esos encuentros, distendidos y veraniegos, nació la película. De las anotaciones y reflexiones de Di Tella, su libro. Y de la performance porteña, su conclusión: Caldini vive como filma y filma como vive.
2 comentarios:
Me resultó muy interesante este informe, se trata de un artista bastante particular. Me encanta la fotografía como arte, pero no soy fotógrafo.
Solo me quedo pensando en aquello de que no piensa cuando trabaja, se acerca a una especie de nirvana artística, aunque yo creo que si no se piensa en el momento es porque se lo pensó antes.
Me gustó leer todo esto, saludos.
Fuego Maduro, buena observación: "yo creo que si no se piensa en el momento es porque se lo pensó antes". Yo también lo tomo con otra vueltita de tuerca: "no pensar" implica otro tipo de disciplina y, con suerte, permite salirse de las ideas preconcebidas y limitadas que uno tiene cuando "piensa"...
en fin, me quedé pensando... ;)
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