sábado, 4 de abril de 2009

BAFICI (12)

Castro de Alejo Moguillansky

Castro es otro producto de la factoría Llinás, al igual que Tekton de Mariano Donoso (también en la competencia argentina) y Todos mienten de Matías Piñeiro (en la competencia internacional). Después del desembarco el año pasado de Historias extraordinarias --que los críticos señalaron como un "nuevo paradigma" del cine argentino-- Llinás, ahora como productor, propone nada menos que tres títulos que vendrían a completar la propuesta de recambio. El nuevo cine argentino estaría agotado y acá está el "nuevo" nuevo cine argentino.

No vi Tekton, que es un documental, pero Todos mienten y Castro tienen algunas cosas en común que podrían llegar a constituir un "sello Llinás". En primer lugar --y en eso se parecen a Historias extraordinarias-- son películas que a simple vista demuestran tener muchísimo trabajo detrás. En el libro publicado por el BAFICI, Cine argentino. Estéticas de la producción, Llinás cuenta algunas de las anécdotas del rodaje de Historias extraordinarias y concluye así: "Como el film mismo, la enumeración de historias que involucra es infinita (...) Tal vez, así lo esperamos, esa sucesión de pequeñas hazañas viva secretamente en el film y lo constituya tanto como sus argumentos y sus imágenes. Ojalá que así sea. Ojalá que sea cierta la idea de que la forma de producir un film queda impresa en cada uno de sus fotogramas, como una vaga música".

Esta "estética del trabajo" se ve en cada plano de Castro, particularmente en las increíbles coreografías --al borde del accidente-- entre la cámara de Moguillansky y los actores que corren y saltan, los autos que arrancan y frenan, en una puesta en escena vibrante, todo en plena calle (las locaciones urbanas de la película, filmada en los barrios porteños de Constitución y Barracas y en las afueras de La Plata, constituyen uno de sus grandes aciertos). Mogillansky, además de haber compaginado Historias extraordinarias y otras películas de la factoría, tiene antecedentes en el teatro, donde codirigió obras con Lola Arias. Y es precisamente esa conexión con el teatro la que aporta, tal vez, la novedad cinematográfica, tanto de Castro como de Todos mienten.

No se trata sólo de la presencia de toda una camada de actores jóvenes del teatro independiente que empieza finalmente a encontrar su lugar en el cine homónimo. Por cierto, hay un registro de actuación --en las antípodas de la sobreactuación que puede llegar a sugerir el adjetivo "teatral"-- que es una marca de estilo de cierto teatro independiente y que aqui se convierte en el tono de la película. Un tono monocorde, rápido y desdramatizado, irónico quizá, alejado del coloquialismo o del mutismo de otro cine argentino (Trapero, Martel, Alonso), cuyo único referente cinematográfico podría ser Silvia Prieto de Martín Rejtman. También se puede discernir en las dos películas --como en tantas obras de este mismo teatro-- una influencia visible de la danza (entre los créditos principales de Castro aparece una coreógrafa, Luciana Acuña).

Pero hay algo más y es el concepto del teatro como juego. Tanto Castro como Todos mienten tienen, para mí, esa clave. Son un juego. La complicada trama de las dos películas hace que el espectador se debata, tratando de entender de qué se trata, como si fuera un juego de ingenio muy difícil pero que rápidamente se revela como un inmenso macguffin, como una excusa para narrar, no una historia. Y es en ese carácter lúdico, de "juego teatral" sin pretensiones, donde quizás resida el considerable disfrute que proporcionan Castro y Todos mienten (además de la admiración que me provocan, personalmente, como "colega", por su virtuosa realización). También, a lo mejor, su límite.

Probablemente tenga que ver, al final, con las diferencias entre teatro y cine. El teatro tiene siempre algo de ceremonia, de rito, es decir, de juego entre los actores y el público, y los dramaturgos y directores inteligentes son los que saben sacar partido de ese hecho insoslayable. El cine, en cambio, plantea otras reglas. La ceremonia, en todo caso, es otra. Me arriesgaría a decir que hay, fundamentalmente, una apelación a la creencia, a tomar en serio lo que pasa en las películas. El cine nos invita proyectarnos con todos nuestros sentimientos y contradicciones en los seres imaginarios, hechos de luz y sombra, que pasan por la pantalla. El actor de carne y hueso que struts and frets his hour upon the stage no produce el mismo fenómeno, por eso debe apelar al juego y, si el juego es divertido, el espectador aceptará gozoso la invitación. Para creer en algo, ya tenemos al actor ahí delante nuestro. Con todas las enormes virtudes y placeres que encuentro en ambas películas, me quedo pensando que el juego en el cine no funciona del mismo modo. El juego en el cine es quizá, como el juego de los niños, un juego que se toma en serio. Un asunto para seguir meditando, en cualquier caso.

Acabo de enterarme de que Castro de Alejo Moguillansky ganó el premio a la mejor película de la competencia oficial argentina del BAFICI XI. Sin duda, un premio merecido. Todos mienten de Matías Piñeiro obtuvo una mención especial y fue designada la "mejor película argentina" de la competencia internacional.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Gisele Bliman escribió:
hola estuve leyendo tu blog y es super interesante! saludos!