Nací en San Petersburgo (Leningrado) el 19 de julio de 1961. Recuerdo que en mi infancia tuve dos pasiones: el cine y la fotografía. A veces, los días que no tenía escuela, iba al cine y compraba una entrada para la primera sesión. Diez minutos antes de que acabase la película, salía de la sala para ir al baño y esperaba allí a que comenzara la siguiente sesión. Mezclado entre los nuevos espectadores, entraba de nuevo en la sala y volvía a ver la misma película. Diez minutos antes del final, volvía a abandonar la sala. Esta operación se repetía numerosas veces, una tras otra. Y era sólo al final del día, con la última proyección, cuando me enteraba de cómo terminaba la película.
Un verano estuve trabajando tres meses como tornero en un taller mecánico para poder comprarme un teleobjetivo. Cuando lo conseguí, me dediqué a sacar fotos en el bosque con mi nuevo equipo sin tener consciencia del tiempo, a la búsqueda de un pájaro, una flor o un alce. Durante horas, conteniendo la respiración, esperaba que apareciera una imagen extraordinaria. A veces aquella espera terminaba en el hospital con una neumonía, pero el éxtasis tenía ese precio.
En aquel tiempo, mis sueños de lo que quería llegar a ser se dividían entre las profesiones de director de fotografía en el cine y la de guarda forestal. En 1978, cuando terminé mis estudios secundarios, a la edad de 17 años, entré en el instituto de formación de técnicos de cine en Leningrado con la esperanza de convertirme en director de fotografía. Pero al cabo de dos meses ya había comprendido que aquélla era una escuela de preparación técnica y no un lugar de creación artística, así que cambié el instituto por los estudios de cine Lenfilm. Les mostré mis fotografías y les dije con arrogancia que quería trabajar como director de fotografía. Empecé como peón, luego me permitieron llevar el trípode y cabo de algunos meses, durante el rodaje de una película de ficción, ya empujaba el carro del trávelling y, sobre él, la cámara y a …Vladimir Diakonov , uno de los mejores directores de fotografía de Leningrado y de toda la Unión Soviética. Pronto me confiaron cargar la película en la cámara, ajustar el foco y medir la exposición. Cuando se terminó el rodaje, Vladimir Diakonov me propuso ir con él al Estudio de Cine Documental de Leningrado. Me dijo que sería muy interesante para mi formación, porque los equipos de documental eran más reducidos y podría asimilar más rápido las técnicas del cine y convertirme pronto en director de fotografía.
El estudio de cine documental de Leningrado
En septiembre de 1979 comencé a trabajar en el Estudio de Cine Documental de Leningrado como ayudante de cámara y, después, como ayudante de dirección. Tuve la suerte de trabajar con maestros como Pável Kogan, Ludmila Stanukinas, Nikolaj Obukhovich y Viktor Semenjuk. Siguiendo los consejos de Sokurov, que en estos años comenzaba a trabajar en el estudio, me convertí en montador. Me gustaría citar un último nombre: Serguei Skvortsov. Él se tenía por operador, pero habría que llamarle “escritor de cine” en el sentido más amplio. Era un teórico eminente del documental.
En la URSS había entonces treinta estudios de cine documental propiedad del Estado.
La mayor parte del cine que se realizaba en Moscú era un cine oficial, el documental como variante del periodismo. Mientras que en Leningrado o, por ejemplo, en Riga (donde trabajaban Herz Frank, Yuris Podnieks, Ivars Seleckis…) se producía un cine no institucional, frecuentemente muy creativo: el cine documental como arte. Por supuesto, todo esto admite matices.
El estudio tenía pequeños “satélites” de producción en algunas regiones de Rusia. Era así como se rodaban las crónicas filmadas. Todos los materiales brutos se enviaban al estudio de Leningrado y se revelaban allí. Cuando tenía un rato libre, me sentaba en la sala de proyección del laboratorio y miraba junto al control técnico las imágenes nuevas, recién salidas a la luz: kilómetros de película llegadas del Norte al Sur de toda Rusia. Hay que decir que los corresponsales no recibían más que una cantidad limitada de película virgen, y que ésta es la razón por la que rodaban las imágenes documentales como si fuera ficción. Por ejemplo, a un albañil real, se le ordenaba que comenzara a hacer su trabajo, colocar los ladrillos, a la voz de “¡Acción!”.
Cada año el estudio difundía un centenar de estos noticiarios de diez minutos sobre la vida en las distintas regiones. A veces se convertían en sobresalientes documentos de la época. Otras, en ejemplos de propaganda ideológica. Era la lucha de contrarios: cine auténtico y cine falsificado, arte y propaganda.
Losev (1989)
Aunque yo seguía soñando todos los días con convertirme en director de fotografía, en 1986 fui admitido para seguir los Cursos Superiores de Guión y Dirección en Moscú. Fue entonces, precisamente, cuando comencé a rodar mi primera película, sobre el gran filósofo ruso Alexis Fiodorovitch Losev (1893-1988).
En realidad, se trataba de uno de los representantes más importantes de la cultura del siglo XX, pero en la URSS, a partir de 1930, cuando fue enviado al Gulag, se habían dejado de publicar sus trabajos filosóficos. Cuando salió de los campos, donde había perdido la visión, sólo obtuvo permiso para publicar libros sobre la antigüedad. Nadie había registrado ni una sola imagen de él para el cine o la televisión, y tampoco existían fotos. Mi intención era simplemente atrapar algunas imágenes que conservaran para la Historia aquellos rasgos que sus compatriotas no habían visto jamás. El día de su 94 cumpleaños Losev se despidió de uno de sus alumnos que había venido a felicitarle. Consciente de que iba a morir pronto y de que quizá no volverían a encontrarse, le habló de una manera turbadora. Aquella escena había durado sólo cinco minutos, pero había cambiado para siempre mi vida profesional. Comprendí que había sido tocado por el dedo de la historia de la cultura rusa, que debía rodar a Losev porque nadie antes que yo lo había hecho, y estaba claro que no habría más posibilidades. Comprendí también que era un trabajo que sobrepasaba mis propias ambiciones como cámara y tomé la decisión de invitar a Guéorgui Rerberg, el director de fotografía de El espejo (Zerkalo/Mirror, 1973) de Andrei Tarkovski, a que me ayudara a registrar aquellas importantes imágenes. Rodamos a dos cámaras. Cuando se enteró de que tenía permiso de entrar en la casa de Losev, A. Sokurov me ofreció seis latas de 300 metros de película cada una, es decir 60 minutos.
Losev hablaba de Dios, del mal, de por qué Dios permitía que existiese el mal. Hablaba del destino y de la muerte. Predijo que moriría el 24 de mayo. Y así ocurrió.
Rodé también los funerales y regresé al estudio de Leningrado. Mis ambiciones profesionales no tenían en ese momento ninguna importancia y pedí a los mejores realizadores que montaran aquel material precioso e irrepetible. Ninguno aceptó. Me dijeron que si había sido capaz de rodar aquello, seguro que también sabría cómo montarlo. La tarea era difícil: antes de nada probé a montar la película conservando la totalidad del material. Y allí apareció el resultado: una película de sesenta minutos. Me había convertido en director.
(continuará...)
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