miércoles, 10 de diciembre de 2008

El animal escritor


por José Rivarola

A principios de la década de los ochenta, después de vender bisutería con un tapete en la universidad de Nanterre, pasé la frontera de Port Bou con un contrabando de chales horteras comprados en la Rue de Temple que, según parece, se vendían como agua. Conseguí un puesto en el mercadillo de Girona, hasta el seis de enero, día de reyes. Hoy para vender en el mercadillo de Girona hay que presentar hasta el análisis de orina y colocarse en una lista de espera de 634 desesperados. En ese entonces, ¡qué tiempos!, pagué 300 pesetas a un francés que se encargaba de los puestos y expuse los chales que sí, salían uno detrás del otro.

Contento con el éxito de mi venta, lo festejé en un recorrido de vinos por los bares de la judería hasta terminar en una taberna romántica, de muro medieval, fogón, vinos, humos, voces y una diana para tirar los dardos, pero mis dardos apenas rozaban el perímetro y otros daban en la pared. “¡Por la rechuca! ¡No pego una sola de esta huevada!” exclamé con fuerte acento chileno. Se me acercó un tipo despeinado con cara de dormido simpático.
-¿Tú eres chileno?, preguntó con el mismo acento.
-No, yo soy argentino pero por culpa de mis amigos chilenos y de una polola que una vez me cayó del cielo, cuando me coloco hablo chileno pueh.

Le dio mucha risa ese hibrido, y me invitó a unos vinos. Se llamaba Roberto, dijo ser poeta, había huido de Pinochet y había vivido un tiempo en Méjico, y pensaba afincarse en Cataluña. Dijo que con la poesía no comía y tenía pensado pasarse a prosista, que por el momento practicaba recortando las noticias más diabólicas e inverosímiles de los periódicos para sacar una prosa mas real y viva. Entre las noticias estaba el caso de aquel desgraciado que murió aplastado por una roca cuando estaba enculando una gallina (la gallina murió antes).

Durante esa semana con Roberto tomamos distintos cafés por todas partes, hablando de libros y autores, Malcolm Lowry, Kafka, Cortázar, Borges, Nicanor Parra, Allen Ginsberg, Jack Keruac, Corso, Burroughs, Faulkner, Jack London, Joseph Conrad, Jonathan Swift., Macedonio Fernández. Él fue sacando del bolso de la memoria autores que ni bien nombrarlos se desvanecían en el sonido de las cafeteras, en el resplandor de la barra, y en la estúpida música de los tragamonedas. Una mañana me dijo: estoy perdidamente enamorado de una uruguaya que vende frente a tu puesto, pero el gallo de su marido con pañuelo de Krishna al cuello se queda ahí dando vueltas como guardia de presidio, entonces hago media hora de árbol. ¿Qué es eso? La miro desde el árbol durante media hora y después me voy con el corazón compungido.

Roberto tenía fuertes dolores de estomago, y un artesano peruano, con forma de indio gigante que dijo ser digitopuntirista, le aplicó un apretón entre el dedo índice y el pulgar. Cuando soltó, Roberto le dijo: creo que me has curado pero ya no voy a poder acariciar a nadie. Lo que hemos hablado en esos días encaja en un mes del tiempo corriente, y las imágenes y situaciones de las novelas que se presentaron en esas mesas encajan en años de literatura.

No lo volví a ver, y en los años que pasaron no tuve ningún encuentro con un tipo como ese, que sienta el escribir desde ese abismo en el que sondea. Me faltaba alguien que pueda ver lo que hago y la nostalgia me recluía en una soledad con algo de protesta y esa falsa impresión que estoy escribiendo en secreto. Y un día, hojeando una librería vi un titulo, “Llamadas telefónicas”. Lo recogí y al abrir la primera página lo encontré al amigo Roberto en la foto de la solapa. ¡Bien! ¡Publicó el huevón! Pasó el tiempo, otro libro “La pista de hielo" y otro, “Estrella Distante”.

Muchas veces imaginé encontrarlo en una feria del libro y recordarle los dardos, la diana, la uruguaya, las conversaciones en el café, la inyección de vitamina que le daba al hablar de obras tan dispares como “El Castillo”, de “La Sinagoga de los Iconoclastas”, de "Bomarzo", de "El Almuerzo Desnudo" y una serie que mejor obviarla para no llenar la página. Y siguieron rodando los días hasta ese 2 de noviembre de 1998 cuando vi en la Babélia del País que Roberto había ganado el premio Herralde con “Los Detectives Salvajes”. La foto era simpática, el finalista era un tipo elegante de chaqueta y corbata. El ganador se sentaba encorvado con un cigarrillo en los dedos, grandes gafas y el mismo pelo revuelto de cuando me preguntó si yo era chileno.

Sin embargo no lo compré, leí algunos párrafos en una librería y me parecieron tan auténticos que podían influir en lo que yo estaba escribiendo. Cuando termine lo mío, me dije. Una mañana del 2003, en esa misma Babelia, leí la noticia de su muerte por un cáncer al hígado. Entonces compré “Los Detectives Salvajes” y me lo llevé a la India y lo leí en el ashram de Ramana Maharshi al pie de la montaña sagrada de Arunachala. Cuando el resto de los huéspedes leían las iluminaciones y los ejemplos de los santos y los yoguis, yo leía hasta las cuatro de la mañana las benditas bestialidades de Arturo Belano y Ulises Lima, y no sé si fue por la vibración de la montaña o vaya uno a saber, el temblor que me dio al verme frente a una obra maestra. Entonces encontré el amigo que buscaba.

Volviendo a 1981 en uno de esos cafés, yo le digo que me impresiona la prodigiosa memoria de Keruac porque escribió "On the Road" mucho tiempo después, sin tomar apuntes de nada, y sin embargo los detalles están como si lo hubiese vivido unos minutos antes.
-¿Sabes por qué?, dijo Roberto, porque Keruac tenía incorporado el animal escritor. Mientras tú viajas, el animal escritor registra tomado nota de todo lo que ve y lo que siente. Luego está en ti la capacidad de despertarlo y algo muy importante, hay que dejarlo que escriba, no se te ocurra interrumpirlo o darle un consejo porque te mata de un mordisco.

Años después lo entendí mejor: el animal escritor es un animal salvaje que trota en la inmensidad plagada de espejismos, devora los papeles y escupe personajes, furias, vinos, trenes, carreteras, lágrimas, el desequilibrio de un cerebro como ropa de lavadora, amores en la penumbra, gritos, fuegos en las ventanas, sabanas retorcidas, caballos con locura en los ojos, maremotos que arrasan las palmeras, puntitos lejanos en una playa solitaria, y escupe todo un universo de colores y de blanco y negro y de sepia y salta por encima del lenguaje, trota solitario rumiante de palabras y preposiciones que puede repetirlas hasta el cansancio por orden de su propia naturaleza.

Huye de las poblaciones intelectuales. Se larga a toda carrera sorteando abismos, lejos siempre de los escritores ovejas, de los escritores camello, de los escritores cabra, de los escritores bueyes, o los escritores gatitos o gatas o perros falderos. El animal escritor suelta la baba delante del océano y tiene un olor fuerte a vida curda y salvaje. Olor que algunos lectores rechazan y otros enloquecen y deciden romper sus casillas y salir a la llanura y ponerse a escribir. Y ese olor que se siente en algunas librerías viene de aquellos estantes donde están “Los detectives Salvajes” y “2666” de Roberto Bolaño.


fotos: 1) José Rivarola, "contando un cuento", en la época que conoció a Roberto Bolaño en Girona (en lo alto). 2) Bolaño en las paredes (acá arriba).



7 comentarios:

gabrielBugarin dijo...

me encantó eso de Bolaño en las paredes

Fotografías dijo...

¡Es que Bolaño ESTA en las paredes! En más de un sentido. Se podría decir que está hasta en la sopa. Lo cual no le quita nada. Pero lo que me gustó del recuerdo de José es que nos devuelve al Bolaño que fue Roberto Belano... ¿o era Ulises Lima?

Y no sé cómo José quedó afuera de Los detectives salvajes...

Anónimo dijo...

La lectura de los detectives Salvajes fue para mí un viaje astral a esa época, de modo que me metía en cada página, pinchaba teléfonos, me subía en furgonetas, y escuchaba en los bares y casas a toda esa gente tan viva. Pues como bien dices Andrés, yo lo conocí cuando era Arturo Belano.
Esteban Echeverría que a la muerte de Bolaño se encargo de compaginar 2666, esa obra maestra e inconclusa (lo que le otorga un enigma indescifrable) encontró una nota que decía “El narrador de 2666 es Arturo Belano”

Fotografías dijo...

¡Qué buena manera de leer a Bolaño! Yo leí Los detectives salvajes un verano en Cabo Polonio hace unos años. En cierto momento del día me retiraba a leer a Bolaño y después Cecilia siempre me descubría dormido, por lo que pensó que debía ser un plomo. ¡pero qué sueños aquellos! De hecho, se trata de uno de mis recuerdos de lecturas más felices...

Pola dijo...

esto es tan hermoso!

Fotografías dijo...

Ms Pola: Qué bueno que te haya gustado el recuerdo de José. Tendría que ir como extra, como "deleted scenes", en el dvd de The Savage Detectives...

Fotografías dijo...

Segunda temporada...