domingo, 31 de agosto de 2008

La mujer sin cabeza

La última película de Lucrecia Martel parece haber dividido las aguas. Primero alguien en quien confío me dijo que era genial, pero después otro amigo a quien también le creo me dijo que la película era malísima y que lamentaba que Lucrecia hubiera extraviado totalmente el camino. Anoche la vimos finalmente, en una sala practicamente vacía del Showcase Belgrano (¡viernes a la noche!), y entendimos las razones de semejante disparidad de criterios. 

La mujer sin cabeza empieza con una secuencia impresionante que augura una obra maestra. Martel describe los prolegómenos de un accidente de ruta y sus devastadores efectos inmediatamente posteriores. Todo, con una abundancia abrumadora de precisiones circunstanciales pero, al mismo tiempo, con una sorprendente economía de medios. En esos primeros minutos, genera una inquietud digna de los mejores momentos del cine de David Lynch, por ejemplo, como cuando el Gran Cineasta del Inconsciente te muestra, sencillamente, un pasillo en penumbras y te cagás en las patas. Aqui, las huellas de una mano infantil en la ventana de un auto, el ruido de las gotas de una tormenta que comienza sobre el techo del auto, el ritmo alterado de la respiración de la protagonista, un encuadre que deja adivinar --en vez de mostrar-- lo que tenemos que entender, todo contribuye a un relato que corta el aliento. 

La protagonista, una dentista de mediana edad encarnada por María Onetto en una actuación admirable, sin red, no sabe exactamente qué pasó en el accidente pero piensa que, en un momento de distracción, pudo haber pisado a un chico que jugaba cerca de la ruta con su perro. Esta incertidumbre es el delgado hilo de trama que Martel mantiene hasta el final, haciendo que el espectador comparta la duda de la protagonista --¿mató al chico o no lo mató?--atravesando una larga serie de situaciones cotidianas, casi anodinas, donde la directora se propone desafiar la capacidad de atención del espectador, demorándose siempre un poco más de lo estrictamente necesario en las circunstancias insulsas de la vida burguesa de provincias que lleva la dentista. Como si Martel, antes que caer en la evidencia, estuviera dispuesta a sabotear su propia trama y hacernos olvidar qué es lo que nos estaba contando.  

El problema es que, en determinado momento, ante el exceso de sutileza y narración lateral, el espectador puede quedar afuera --al menos eso le pasó a este espectador-- y ya dejar de precuparle demasiado qué le pasa a la protagonista y qué trama estaba siguiendo. Por eso entiendo que la película le haya resultado irritante a más de uno: fue abucheada en el festival de Cannes y, sin ir más lejos, hizo que la gente de nuestra función de viernes a la noche saliera puteando. Confieso que a mí por momentos también me irritó y hasta me dio ganas de decirle a Martel que se dejara de joder. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que quien apuesta a la inteligencia y a la capacidad de atención del espectador merece mi respeto, incluso admiración. Por eso, prefiero quedarme con esos momentos maravillosos, de gran cine, que tiene La mujer sin cabeza y que demuestran que Lucrecia Martel sigue siendo una gran cineasta, la mejor de todos nosotros.

1 comentario:

Anónimo dijo...

(...)"Lucrecia Martel sigue siendo una gran cineasta, la mejor de todos nosotros."
Nunca había leído eso antes (la mejor de todos nosotros), ni aún siendo algo tan evidente.