martes, 13 de septiembre de 2011

kigo


Una mañana de otoño de 1684, más precisamente “durante la octava luna de otoño”, Matsuo Basho decide lanzarse por los caminos de Japón. Acaba de cumplir los cuarenta. “No sé cuándo con exactitud, pero un día, de pronto, se despertó en mí este deseo irresistible de dejarme llevar por el viento como éste hace con las nubes”, escribe en De camino a Oku, uno de sus diarios de viaje, que acaba de ser publicado en una nueva traducción al español (otras traducciones llevan otros títulos). “Parecía haber sido poseído por el espíritu del viaje, que había penetrado en mí de tal manera que me era imposible concentrarme en ninguna otra cosa”. Me gusta que, a pesar de semejante impulso, no se guarde un sentimiento de incertidumbre, casi de arrepentimiento, al alejarse de su Ueno natal: “Al ver los cerezos en flor de Ueno y Yanaka, que no sabía cuándo podría volver a contemplar, tuve un instante de duda (…) Caminé durante todo el día, deseando regresar cada vez que venían a mi mente las duras pruebas que me aguardaban en mi camino hacia el frío norte lejano, lugar al que no me veía capaz de llegar”. Durante los diez años siguientes, sin embargo, hasta su temprana muerte a los cincuenta, se dedicó a recorrer el país, tras las huellas de otros poetas que hubieran dejado pistas de sus propias andanzas. En los bosques de la ladera del monte Nikko, por ejemplo, busca los restos de una choza donde habría vivido un viejo monje amigo, de nombre Butcho. Cuando encuentra la choza, semi derruida, ésta a su vez le recuerda otra choza, de otro poema. Escribe y deja colgado, en una de las vigas que sobresalen de la choza, un papelito con el siguiente poema “improvisado”:

Bosque en verano.
Pájaro carpintero,
Deja esta choza.

También busca “el sauce que homenajeó Saigyo en un poema, diciendo que su sombra caía sobre una corriente de agua cristalina”. Al encontrarlo, anota: “Hoy por fin he podido descansar bajo su sombra”.

Frente al “antiguo Monumento de Piedra de Tsubo, en el Castillo de Taga, en la aldea de Ichikawa” –todas las referencias geográficas son, para mí, absolutamente misteriosas- Basho reflexiona: “Los poetas llevan cientos de años cantando lugares que sólo se conservan en sus poemas: montañas que se han derrumbado, ríos que han cambiado su curso, caminos abandonados, piedras sepultadas, viejos árboles talados y sustituidos por otros recién plantados… Por eso me pareció una especie de milagro del tiempo ser testigo de cómo este monumento había resistido el paso de mil años. Sentí, de hecho, que me encontraba en presencia de esos antepasados remotos cuya memoria perduraba viva en la piedra. Una emoción que me hizo llorar, que me ayudó a olvidarme de los trabajos del viaje y, sobre todo, que hizo que me sintiera vivo, uno de los principales efectos que tiene ser un peregrino”.

Hay un riesgo en su rastreo de huellas. Basho le reconoce a otro poeta, después de cruzar el valle de Shirakawa, que “los paisajes me habían conmovido tanto y había estado tan ocupado rememorando los textos referidos a este lugar de los poetas de la antigüedad, que no había podido escribir ni un solo poema dedicado a él”. Es que los diarios consisten en someras descripciones de los paisajes recorridos, encuentros y pequeños incidentes del camino, salpicados con haikus propios o de algún amigo o discípulo. Las viñetas paisajísticas son sencillas pero, cada tanto, en medio de la llaneza descriptiva, casi indiferente, surge una imagen de extraño poder evocativo: “Me adentré solo en el corazón agreste de la región de Yoshino. Los picos de sus montañas estaban velados por las nubes y sus valles por la lluvia. Diminutas chozas de leñadores me salían constantemente al paso. El sonido que hacían las hachas en la ladera oeste era repetido por la ladera este, a lo que respondían las campanas de los templos cercanos. Todo esto me conmovía profundamente”. Es curioso cómo el paisaje cobra vida por la “imagen sonora”. Algo parecido sucede con este haiku, escrito en el Monte Koya:

Pienso en mis padres.
El grito de un faisán
me arranca lágrimas.

Basho siempre va de pie, de un lugar a otro, a veces solo, a veces acompañado por amigos, discípulos o, simplemente, alguien que se le suma en el camino. En cierto momento, alquila un caballo para cruzar el “Paso del Bastón”, pero “jinete inexperto como soy, una sacudida de la montura hizo que la silla y yo saliéramos despedidos”. Apenas recuperado de la caída, improvisa un poema humorístico.

De haber cruzado
el Paso del Bastón con un bastón
no me hubiera caído del caballo.

Pero al releer su propio poema, Basho se da cuenta que le faltaba el kigo, traducido como “la palabra estacional”. Se trata de una palabra obligatoria en la composición de un haiku ya que gracias a ella puede saberse a qué época del año se refiere (momento de floración de determinadas flores, arbustos y árboles, festivales, costumbres, incluso temperaturas a ciertas horas del día).

La lectura del libro de Basho tiene que ver con una investigación (es una palabra un poco grande) en torno al género diario, por un próximo proyecto cinematográfico que, casualmente, también tiene que ver con la caminata. El olvido de Basho –al omitir el kigo- me hizo recordar una observación de Roland Barthes, que en unos apuntes asocia, inesperadamente, el diario íntimo con el haiku. Ambos, dice, son géneros que tratan con el presente. De camino a Oku resume diario y haiku y echa una iluminación inesperada sobre las dos cosas. Entiendo que el diario ofrece el equivalente a la "palabra estacional" y que el haiku es como la entrada de un diario. También se me ocurre que el "efecto diario" que, según Horacio Bernades, siempre está en mis películas, tiene que ver con el kigo, en otras palabras, la sensación de que "esto está pasando, ahora, en este momento". ¡Y qué ganas de echarme a andar por los caminos... de Japón del Siglo XVII!

-Andrés Di Tella


1 comentario:

Paz Encina dijo...

Qué lindo...