por Pablo Marín
No hace mucho tiempo, perdido en una reflexión que terminó extendiéndose a lo largo y a lo ancho de todo un año, escribí que la imagen de Claudio Caldini como figura dentro del cine experimental argentino era equiparable a la de un árbol en medio del desierto. Dejando de lado ahora las referencias a sus contemporáneos que rodeaban esta idea, la metáfora servía –y creo que todavía lo hace, puesto que nada ha cambiado desde ese entonces– para entender a un Caldini visto desde una perspectiva actual. A lo que Caldini, en tanto cineasta, representa para las generaciones locales posteriores (que no son ni muchas ni abultadas) y para el punto de vista internacional, a menudo ávido de sistematizaciones en su trazado de panoramas. Sí, creo que Caldini es un árbol solitario: uno fuerte y fértil, debería añadir, experimentado aunque todavía joven, lo suficientemente frondoso como para amparar todo lo comprendido entre sus ramas superiores y sus raíces.
Los motivos por los cuales la imagen todavía mantiene cierta fuerza en mi interpretación de ese movimiento histórico con mucho de espejismo que fue el cine experimental argentino de los setenta (tranquilamente expansible hacia mediados de los sesenta y de los ochenta, por no decir hasta nuestros días) están hoy más que nunca a la vista, ya que el cine de Caldini sigue creciendo firmemente mientras el entorno se marchita. La flamante edición en Blu-ray de sus films realizados entre 1975 y 1982 parece ayudar a ajustar las cuentas con un pasado cada vez más homogeneizado desde el punto de vista académico; mientras que lo que podría considerarse la tercera gran etapa de su obra experimental, dedicada de lleno a la exploración del cine como una actividad expandida y sobre todo operativa (del cine como mecanismo), ha resultado ser la más activa y prolífica de su carrera. No se puede pasar por alto que Caldini haya exhibido su obra con mayor frecuencia en los últimos diez años que en la época de producción del grueso de su filmografía. (Esta revitalización de su obra representa un segundo aire que incluye retrospectivas en Oberhausen, Zagreb, performances en Brasil, primeras proyecciones en Estados Unidos –al menos oficiales y en formato original–, incorporación al catálogo de distribución de Light Cone, el documental Hachazos de Andrés Di Tella y un libro sobre su figura, entre otras cosas).
Lo notable de esta ampliación del campo de batalla cinematográfico de Caldini, a diferencia de la mayoría de sus colegas de la multiproyección, es que sus intereses lo acercan cada vez más a una austeridad visionaria digna del espíritu de los primeros años del cine, o para ser más exacto aún, de los años inmediatamente previos a la invención del mismo. La “simpleza” de sus proyecciones en vivo es consecuencia de un recorrido de más de cuatro décadas de estudios audiovisuales, de una depuración de los elementos, más que lo opuesto. Frente a la tan especulada muerte del soporte cinematográfico y a la mayoría de los abordajes del cine expandido que terminan siendo una especie de fetichismo espectacular en el que el cine aparece ya desprovisto de sus posibilidades como medio sutil, sensible, emocionante para convertirse en un funeral bastante colorido, el talento de Caldini, en obras como Generador óptico de señales cromáticas o 4:3(ambas 2010), consiste en regresar al inicio, no como perdida o celebración, sino para volver a trabajar una y otra vez con sus medios, para crear algo por fuera de la lógica de su estructura contenida y monocanal. Algo me dice que bajo su control el cine podría renacer con todavía más de esas impurezas deslumbrantes que lo hacen un material impredecible, nervioso, humano.
Volviendo a su producción tradicional en cine y video, la singularidad de la estética de Claudio Caldini se basa en ese mismo principio desértico que lo abstrae de toda idea de comunidad artística. Pero si Caldini es un ‘desertor’, lo es únicamente en su interés ingobernable por huir de la comodidad de las formas preestablecidas que han dominado la escena experimental local hasta el día de hoy –de la psicodelia performática al activismo revolucionario, del ascenso y caída de la “video-creación” a la idealización del Súper 8– hacia un territorio que pudiese considerar puramente suyo. Su universo cinematográfico despoblado (prácticamente no existe presencia humana en sus puestas en escena y cuando la hay se trata de siluetas vacías, deideas de personas más que de cuerpos vivos) insiste en volcar hacia afuera lo interno, manipular el paisaje de acuerdo a una sensibilidad visual que ataca a su entorno con la convicción y la calidez de quien tiene una visión para compartir con el mundo. Esas reflexiones, asombrosamente precisas, casi siempre presentadas bajo la apariencia de correspondencias íntimas, componen –tal vez junto a la obra de Jorge Honik, el otro gran cineasta experimental oculto argentino– el mapa más definido y complejo del cine como experiencia personal jamás producido en este país.
Porque el telón autobiográfico que se despliega de Límite (1970) a La escena circular (1982), de Heliografía (1993) a La república (2008), pero también indudablemente presente en obras más herméticas como Ofrenda (1978) yGamelan (1981), es de una sinceridad antes que nada cinemática. En toda su obra lo técnico, lo estilístico ilumina lo sentimental, lo íntimo; y generalmente esto sucede con semejante dominio de los componentes cinematográficos (la cámara por sobre todo el resto) que demanda más de una visión para poder abarcar sus películas en toda su dimensión. Los mundos de la razón y la pasión, por trazar un eje de oposiciones recurrente, aparecen en el cine de Caldini unidos desde el momento de su registro, reconciliados bajo una visión que condensa lo sentido y la manera de transmitirlo en un mismo instante de creación. Lo que se presenta como un retrato geográfico fragmentado mediante la técnica de single-framing revela el lugar conflictivo de una persona en medio de un paisaje que se debate entre la vegetación salvaje y la racionalización humana moderna. Las acciones repetidas, circulares, de dos siluetas humanas sobre un fondo natural dejan al descubierto, a través de un refotografiado poroso e impresionista, sentimientos de soledad y exilio. Un plano secuencia estático al ras del suelo, en el cual el silencio de su entorno silvestre es interrumpido por un camión parlante dispuesto a acumular todo tipo de desecho industrial, contrapone el peregrinaje de una persona empujada cada vez más cerca del borde de la civilización. Una cascada de margaritas nos señala un momento de devoción. Curiosamente, parece que cuanto más se adentra Caldini en el terreno de la exploración de las posibilidades cinematográficas (un espacio esencialmente abstracto en su caso), más deja al descubierto su propia existencia.
Es esa sinceridad paradójica la que sigue golpeando como única en el contexto local y, vale la pena empezar de una buena vez a abordar esto, como del más alto orden en el contexto internacional del cine personal, experimental, de vanguardia. Cuando en este país prácticamente nadie pensaba siquiera en semejantes posibilidades, Claudio Caldini vio el cine como un arte entero, infinito y aun así expansible. Dentro de los confines de ese territorio (para más tarde sumarle el video y las proyecciones múltiples), su mundo, que creó desde cero, autónomo de referencias culturales, fue el de la “cinematografización” de su vida, de su visión. La puesta en práctica de una estética activa, demandante y al mismo tiempo sensible. Y cuando en el ‘mundo experimental’ el formato fílmico más frágil se convirtió en el soporte de obras principalmente diarísticas, casuales, su cine tomó la dirección opuesta, dejando como resultado algunas de las películas más precisas y exigentes terminadas en Súper 8 y Single 8. Todo esto, antes que hablar de la ambición de Caldini como cineasta, evidencia su creencia en los instrumentos de su poética. Una cámara, el montaje y el registro como procesos a perfeccionar, hasta reducirlos a la “sencilla” tarea de traducir ideas y emociones. Bajo esta luz de Caldini como pleno operador su imagen adquiere otro matiz, alejado ya de la metáfora natural –de algo en pie en medio de un paisaje chato– y más próximo a una tremendamente humana. Del único árbol en el desierto, en definitiva, al único hombre en medio del laberinto tecnológico que él mismo diseñó a lo largo de casi medio siglo. El paisaje actual es impactante: en cada una de sus proyecciones expandidas, Caldini se sitúa rodeado de sus máquinas de cine, que suman a veces hasta cinco, estimulándolas, reinventándolas bajo premisas imposibles, comprendiéndolas. No hace falta nadie más para accionar lo que sin duda es el arte de su vida.
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