Una de las sorpresas de la programación del BAFICI 2012 es la retrospectiva consagrada a Narcisa Hirsch, largamente merecida y demorada. Reproduzco aqui, a modo de recordatorio y acicate para quienes no hayan visto sus obras, el texto que escribí el año pasado en ocasión de su última película, El mito de Narciso.
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Narcisa Hirsch me invitó a una función privada de su nueva película, de simpático título, El mito de Narciso (con "o"). El trabajo se presentó como work-in-progress y, de hecho, está en cantera hace unos cinco años, sin término en vista. Se trata de una especie de autobiografía, hecha con retazos de las más de treinta películas que Hirsch ha realizado, desde que empezó a hacer cine a fines de los años 60, y que la ubican como uno de los referentes del cine underground vernáculo. O sea, otra desconocida de siempre. El destino de Narcisa fue absolutamente singular y, al mismo tiempo, un "típico" destino del siglo XX. Nacida en Berlín en 1928, de muy joven emigró a la Argentina con su madre, mientras su padre -según entendí- permaneció en Alemania y nunca más se vieron. Aunque no eran judíos, el exilio fue -según Narcisa- una forma de resistencia al nazismo. En la película se evoca, en ese sentido, el movimiento de la Rosa Blanca, de los hermanos Hans y Sophie Scholl que, con indecible coraje, salieron a repartir folletos y hacer pintadas anti-nazis en plena guerra. Narcisa se casó aqui con el empresario Paul Hirsch, gerente del grupo minero boliviano Hochschild que, en los años 80, creó la Fundación Antorchas. Los fondos de la fundación provenían de la millonaria expropiación de las minas de estaño de Mauricio Hochschild, otro emigrado alemán de los años 30. La fundación operó en Argentina, Brasil y Chile pero no en Bolivia, en represalia por la estatización. Pero esa es otra historia.
La vida de Narcisa, sin embargo, está cruzada por la historia. Narcisa me contó anoche que, en los años 40, mientras Europa ardía en guerra, ella vivía con su madre en una pensión de Sucre y Conesa y concurría a jugar al tenis al Belgrano Athletic, club inglés del barrio (por entonces, un lejano suburbio). Su madre no quería saber nada con los alemanes. Pero en el Belgrano Athletic los anglos se preguntaban qué hacía en ese lugar esa niña enemiga. "Así fue toda mi vida", me dijo. "Nunca pertenecí del todo a ningún lugar". Anoche, conversando con Narcisa, también me enteré que una de sus primeras películas, Marabunta, de 1967, una performance filmada, contó con la cámara de Raymundo Gleyzer, el cineasta revolucionario desaparecido en 1976. Y en El mito de Narciso aparecen fotografías tomadas a fines de los 70, en plena dictadura militar, de los graffitti surrealistas que pintaba Narcisa en la paredes de San Telmo -cuando todas las paredes de la ciudad estaban limpias- sin conciencia del riesgo que corría. Cuando murió Paul Hirsch, Narcisa dejó su casona de San Isidro y se instaló en San Telmo, quizá como una manera de seguir buscando siempre otro lugar. Narcisa también jugó un papel decisivo en la creación del "grupo del Instituto Goethe" que se reunía, ahora al amparo de la embajada alemana, para ver y producir cine alternativo durante la dictadura, otra forma de resistencia (aunque fueron acusados de "frívolos", dedicados al arte por el arte, cuando sonaba la hora de los hornos).
En un texto que distribuyó sobre su trabajo, Hirsch dice: "La vida es una latencia, que según el tiempo y el espacio con que se encuentra, se hace visible como una figura. Pero siempre queda algo afuera, nunca se consuma del todo, hay otras vidas posibles que en la imaginación abarcan una realidad más amplia, más plena, totalmente consumada. Por eso filmar una vida es difícil, filmar la propia imposible". En esta tentativa de autobiografía -definida de antemano como imposible- Narcisa tiene la inteligencia de no hablar en primera persona. Deja que el relato lo conduzcan las imágenes de sus películas, que trata con saludable falta de respeto, como si se tratara de found footage encontrado en el tacho de basura. Y deja que la voz cantante la lleve su amigo el director de teatro Alberto Felix Alberto, en un extraño diálogo donde se ha omitido el interlocutor (la misma Narcisa). Desde la penumbra de un escenario teatral apenas iluminado por un spot, Alberto le habla a distintas imágenes de Narcisa, proyectadas en la pared (foto arriba). El dispositivo produce un curioso efecto simultáneo de distanciamiento e intimidad. La segunda persona del singular nos interpela y, a la vez, nos hace imaginar las respuestas de Narcisa. Respuestas que, seguramente, habrá que buscar en las imágenes. O, quién sabe, en nosotros mismos.
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