Por Débora Vázquez | Para LA NACION
Un hombre que anda por la vida con una lamparita de repuesto como talismán merece una biografía. Lo mismo aquel que manipula varios proyectores en simultáneo mientras empalma viejas cintas de súper 8. Y cómo no considerar al que, provisto de una cámara, se pasea en bicicleta a la vera de un bosque para atrapar su sombra. O al que se las ingenia para revolear una cámara por arriba de su cabeza con el fin de capturar imágenes capaces de trastocar el sistema perceptivo del ojo. Todos esos hombres son Claudio Caldini, un cineasta mítico y radicalmente poético, cultor incondicional del cine underground y el protagonista ascético y furtivo de Hachazos , la ópera prima literaria del documentalista Andrés Di Tella (Buenos Aires, 1958).
Di Tella y Caldini se cruzan por primera vez en la terraza del taller de Marta Minujín, suerte de improvisado setde filmación en el que la artista y sus anteojos negros habían resuelto enterrarse en vida. Di Tella, desde fuera de cuadro, era el que le echaba tierra encima con una pala; Caldini, el responsable de registrar la performance . Treinta y cinco años después, la ironía del destino vuelve a reunirlos en una quinta de los suburbios con las armas cambiadas. Esta vez el que filma es Di Tella, y Caldini, en virtud de su oficio de jardinero, el que empuña la pala. Dos caballeros que, a pesar de encarnar concepciones antagónicas del cine -"La narración y la contemplación", "El testimonio y la imagen", "La figura y la abstracción"-, anteponen el diálogo al duelo. Y es éste el espíritu que se respira de principio a fin en el libro -y en la película homónima- de Andrés Di Tella.
Como se lee en el subtítulo, Hachazos es una "biografía experimental" basada en los apuntes que el autor redactó a mano durante los encuentros que mantuvo con Caldini a lo largo de dos años. La elección de un cuaderno de notas por sobre un grabador no es un dato menor, sino un intento de guardar la escala humana y la confirmación (o reconfirmación, para quienes hayan visto sus documentales) de que Di Tella sabe ser empático a la hora de entrevistar. En resumen, es franco, urbano, respetuoso y lo suficientemente hábil cómo para preguntarle a alguien "¿vos sos un tipo difícil?", sin ofender ni hacerse el psicólogo.
Hay algo artesanal en la factura de Hachazos que tiene que ver con la decisión estética de contar en primera persona, a modo de diario, cómo se fue haciendo el libro. Mostrar los hilos, las costuras, de una biografía hecha "de a retazos" equivale a privilegiar el proceso antes que el resultado. Lo importante para Di Tella radica en plasmar la imposibilidad de agotar un objeto de estudio y reivindicar así lo inacabado, lo azaroso y a veces fallido, el misterio de una vida, o de las varias vidas de un hombre. "Sobrevivió la dictadura militar encerrado en un jardín? Fue expulsado de un ashram, internado en un manicomio. De regreso a Buenos Aires, quedó en la calle. Durante una década de errancia, tuvo treinta y seis domicilios provisorios y abandonó el cine. En estos últimos años, recaló como cuidador de una quinta del conurbano bonaerense."
La impronta casual, reacia a la cronología, y profusa en definiciones que, en lugar de delimitar un campo, lo van desmarcando, podría suponer un descuido respecto de la estructura del libro. No obstante, si bien existe una amena sensación de deriva, el texto, lejos del naufragio, propone un montaje inteligente. Una introducción honesta, un epílogo emotivo, un intercambio epistolar potente y acotado, y una infancia que irrumpe in medias res , como un hachazo a mitad de camino, logrando que el título se vuelva nostálgico antes que filoso. En el primer capítulo el autor explica el porqué del rescate de la persona y el cine de Caldini. Dicho de otro modo, "Caldini era como uno de aquellos viejos sabios de la tribu, que llevaba en la memoria algo así como una biblioteca entera". Di Tella, para quien la literatura en general y la obra de W. G. Sebald en particular no le son ajenas, velará por "esos libros".
La obstinación de Di Tella por asociar cuestiones que a priori parecerían inconciliables queda en evidencia cuando, en un mismo capítulo, vincula la cachetada que recibe una artista amiga durante una muestra con el enredo de un pedazo de celuloide dentro de un proyector, y éstos a su vez con los fotogramas de una película de Caldini, por la sola razón de tratarse los tres de "incidentes únicos". Sin embargo, la correspondencia más ostensible no se da en el interior de ningún capítulo -relatos breves, independientes de algún modo de los que los preceden y suceden- sino entre dos de ellos, y tiene que ver con un común denominador de sus documentales: el cruce de uno o más destinos individuales con el de la historia política. Tal es el caso de la yuxtaposición de dos homenajes: el libro que el cineasta Silvestre Byrón escribió sobre el actor Miguel Riglos y la película que Caldini dedica al cineasta Tomás Sinovcic. Si consideramos que Riglos llegó a pertenecer al círculo de José López Rega y Sinovcic simpatizaba con la lucha armada, no sorprende que ambos hayan desaparecido. Dos caras de una época trágica con la que Caldini se sintió, y aún se siente, incómodo: si bien abominaba la dictadura, no comulgaba con la idea de tomar el poder por la violencia. Y el cine comprometido no le interesaba en absoluto. Una prueba incontestable es el pasaje en que se narra su asistencia a una función semiclandestina de La hora de los hornos de Pino Solanas. En lugar de celebrar el alegato de cuatro horas, como el resto de los militantes de la concurrencia, Caldini permaneció mudo. Para él, "era como estar viendo televisión". Posiblemente uno de los eslóganes más tajantes del film, "Todo espectador es un cobarde o un traidor", haya sido -junto con el clima de barbarie imperante- lo que lo precipitó a emprender una búsqueda espiritual en la India.
Tener en claro que el otro siempre es más importante es una máxima que ningún biógrafo debiera perder de vista, y Di Tella no lo ignora. La exhibición insistente de su admiración es una prueba de esto; y un buen antídoto, además, para mantener a raya el narcisismo que podría traer aparejado el abuso de la primera persona. Así como "Caldini es capaz de filmar con la seriedad de un niño que juega", Di Tella también tiene algo de niño cuando narra, como pensando en voz alta, y sin avergonzarse de preguntar lo obvio, sabiendo que de allí muchas veces provienen las mejores respuestas. "¿Y qué hacés con el archivo?", inquiere Di Tella. "¡Lo guardo! Si tuviera que pensar para qué podría servir, no guardaría nada", reconoce Caldini.
En otro diálogo en apariencia cándido, Di Tella consigue correrse del registro hagiográfico en el que suelen caer ciertos narradores de vidas ajenas. Y lo logra del modo más banal y efectivo, reconociendo la imposibilidad de hacerlo: "Yo no sé si todo lo que Byrón cuenta de Riglos es para tomar al pie de la letra? Pero sospecho que hay un poco de mitificación", especula Caldini. "Es lo que hacemos todos. No estoy haciendo otra cosa en este momento", remata Di Tella. En otras palabras, tener una aguda conciencia de su oficio le permite a Di Tella mantener los pies sobre la tierra a la hora de los elogios, reírse de sí mismo, y mostrarse vulnerable al punto de no saber si el retrato que persigue podrá o no ser fotografiado: "A veces tengo la sensación de que el verdadero Caldini no está. Como si estuviera ausente de su propia historia. O mejor, como si estuviera escondiéndose detrás de la historia que me cuenta". Únicamente en este punto podemos asegurar que Di Tella se equivoca, ya que Hachazos -ilustrado y editado con gusto- no sólo logra capturar al escurridizo "ermitaño" sino también a su sombra. Y pese a que para el autor los encuentros con Caldini se transformaron en un episodio de su vida, para el lector -producto de una de esas benévolas trampas que a veces depara la literatura- el que termina convertido en un episodio de la vida de Caldini es Andrés Di Tella.
Hachazos
Por Andrés Di Tella
Caja Negra
128 páginas
$ 65
Un hombre que anda por la vida con una lamparita de repuesto como talismán merece una biografía. Lo mismo aquel que manipula varios proyectores en simultáneo mientras empalma viejas cintas de súper 8. Y cómo no considerar al que, provisto de una cámara, se pasea en bicicleta a la vera de un bosque para atrapar su sombra. O al que se las ingenia para revolear una cámara por arriba de su cabeza con el fin de capturar imágenes capaces de trastocar el sistema perceptivo del ojo. Todos esos hombres son Claudio Caldini, un cineasta mítico y radicalmente poético, cultor incondicional del cine underground y el protagonista ascético y furtivo de Hachazos , la ópera prima literaria del documentalista Andrés Di Tella (Buenos Aires, 1958).
Di Tella y Caldini se cruzan por primera vez en la terraza del taller de Marta Minujín, suerte de improvisado setde filmación en el que la artista y sus anteojos negros habían resuelto enterrarse en vida. Di Tella, desde fuera de cuadro, era el que le echaba tierra encima con una pala; Caldini, el responsable de registrar la performance . Treinta y cinco años después, la ironía del destino vuelve a reunirlos en una quinta de los suburbios con las armas cambiadas. Esta vez el que filma es Di Tella, y Caldini, en virtud de su oficio de jardinero, el que empuña la pala. Dos caballeros que, a pesar de encarnar concepciones antagónicas del cine -"La narración y la contemplación", "El testimonio y la imagen", "La figura y la abstracción"-, anteponen el diálogo al duelo. Y es éste el espíritu que se respira de principio a fin en el libro -y en la película homónima- de Andrés Di Tella.
Como se lee en el subtítulo, Hachazos es una "biografía experimental" basada en los apuntes que el autor redactó a mano durante los encuentros que mantuvo con Caldini a lo largo de dos años. La elección de un cuaderno de notas por sobre un grabador no es un dato menor, sino un intento de guardar la escala humana y la confirmación (o reconfirmación, para quienes hayan visto sus documentales) de que Di Tella sabe ser empático a la hora de entrevistar. En resumen, es franco, urbano, respetuoso y lo suficientemente hábil cómo para preguntarle a alguien "¿vos sos un tipo difícil?", sin ofender ni hacerse el psicólogo.
Hay algo artesanal en la factura de Hachazos que tiene que ver con la decisión estética de contar en primera persona, a modo de diario, cómo se fue haciendo el libro. Mostrar los hilos, las costuras, de una biografía hecha "de a retazos" equivale a privilegiar el proceso antes que el resultado. Lo importante para Di Tella radica en plasmar la imposibilidad de agotar un objeto de estudio y reivindicar así lo inacabado, lo azaroso y a veces fallido, el misterio de una vida, o de las varias vidas de un hombre. "Sobrevivió la dictadura militar encerrado en un jardín? Fue expulsado de un ashram, internado en un manicomio. De regreso a Buenos Aires, quedó en la calle. Durante una década de errancia, tuvo treinta y seis domicilios provisorios y abandonó el cine. En estos últimos años, recaló como cuidador de una quinta del conurbano bonaerense."
La impronta casual, reacia a la cronología, y profusa en definiciones que, en lugar de delimitar un campo, lo van desmarcando, podría suponer un descuido respecto de la estructura del libro. No obstante, si bien existe una amena sensación de deriva, el texto, lejos del naufragio, propone un montaje inteligente. Una introducción honesta, un epílogo emotivo, un intercambio epistolar potente y acotado, y una infancia que irrumpe in medias res , como un hachazo a mitad de camino, logrando que el título se vuelva nostálgico antes que filoso. En el primer capítulo el autor explica el porqué del rescate de la persona y el cine de Caldini. Dicho de otro modo, "Caldini era como uno de aquellos viejos sabios de la tribu, que llevaba en la memoria algo así como una biblioteca entera". Di Tella, para quien la literatura en general y la obra de W. G. Sebald en particular no le son ajenas, velará por "esos libros".
La obstinación de Di Tella por asociar cuestiones que a priori parecerían inconciliables queda en evidencia cuando, en un mismo capítulo, vincula la cachetada que recibe una artista amiga durante una muestra con el enredo de un pedazo de celuloide dentro de un proyector, y éstos a su vez con los fotogramas de una película de Caldini, por la sola razón de tratarse los tres de "incidentes únicos". Sin embargo, la correspondencia más ostensible no se da en el interior de ningún capítulo -relatos breves, independientes de algún modo de los que los preceden y suceden- sino entre dos de ellos, y tiene que ver con un común denominador de sus documentales: el cruce de uno o más destinos individuales con el de la historia política. Tal es el caso de la yuxtaposición de dos homenajes: el libro que el cineasta Silvestre Byrón escribió sobre el actor Miguel Riglos y la película que Caldini dedica al cineasta Tomás Sinovcic. Si consideramos que Riglos llegó a pertenecer al círculo de José López Rega y Sinovcic simpatizaba con la lucha armada, no sorprende que ambos hayan desaparecido. Dos caras de una época trágica con la que Caldini se sintió, y aún se siente, incómodo: si bien abominaba la dictadura, no comulgaba con la idea de tomar el poder por la violencia. Y el cine comprometido no le interesaba en absoluto. Una prueba incontestable es el pasaje en que se narra su asistencia a una función semiclandestina de La hora de los hornos de Pino Solanas. En lugar de celebrar el alegato de cuatro horas, como el resto de los militantes de la concurrencia, Caldini permaneció mudo. Para él, "era como estar viendo televisión". Posiblemente uno de los eslóganes más tajantes del film, "Todo espectador es un cobarde o un traidor", haya sido -junto con el clima de barbarie imperante- lo que lo precipitó a emprender una búsqueda espiritual en la India.
Tener en claro que el otro siempre es más importante es una máxima que ningún biógrafo debiera perder de vista, y Di Tella no lo ignora. La exhibición insistente de su admiración es una prueba de esto; y un buen antídoto, además, para mantener a raya el narcisismo que podría traer aparejado el abuso de la primera persona. Así como "Caldini es capaz de filmar con la seriedad de un niño que juega", Di Tella también tiene algo de niño cuando narra, como pensando en voz alta, y sin avergonzarse de preguntar lo obvio, sabiendo que de allí muchas veces provienen las mejores respuestas. "¿Y qué hacés con el archivo?", inquiere Di Tella. "¡Lo guardo! Si tuviera que pensar para qué podría servir, no guardaría nada", reconoce Caldini.
En otro diálogo en apariencia cándido, Di Tella consigue correrse del registro hagiográfico en el que suelen caer ciertos narradores de vidas ajenas. Y lo logra del modo más banal y efectivo, reconociendo la imposibilidad de hacerlo: "Yo no sé si todo lo que Byrón cuenta de Riglos es para tomar al pie de la letra? Pero sospecho que hay un poco de mitificación", especula Caldini. "Es lo que hacemos todos. No estoy haciendo otra cosa en este momento", remata Di Tella. En otras palabras, tener una aguda conciencia de su oficio le permite a Di Tella mantener los pies sobre la tierra a la hora de los elogios, reírse de sí mismo, y mostrarse vulnerable al punto de no saber si el retrato que persigue podrá o no ser fotografiado: "A veces tengo la sensación de que el verdadero Caldini no está. Como si estuviera ausente de su propia historia. O mejor, como si estuviera escondiéndose detrás de la historia que me cuenta". Únicamente en este punto podemos asegurar que Di Tella se equivoca, ya que Hachazos -ilustrado y editado con gusto- no sólo logra capturar al escurridizo "ermitaño" sino también a su sombra. Y pese a que para el autor los encuentros con Caldini se transformaron en un episodio de su vida, para el lector -producto de una de esas benévolas trampas que a veces depara la literatura- el que termina convertido en un episodio de la vida de Caldini es Andrés Di Tella.
Hachazos
Por Andrés Di Tella
Caja Negra
128 páginas
$ 65
6 comentarios:
buenísima la crítica, mejor todavía la película!
si será elusivo caldini que hace un comentario y lo borra... de qué virus habla?
hay un libro mejor que la peli??? shapó.
Una prueba incontestable es el pasaje en que se narra su asistencia a una función semiclandestina de La hora de los hornos de Pino Solanas. En lugar de celebrar el alegato de cuatro horas, como el resto de los militantes de la concurrencia, Caldini permaneció mudo. Para él, "era como estar viendo televisión".
Tal vez lo que dije haya sido: pensé, tendría sentido verla por televisión. No fue indiferencia sino empatía con el coraje, mas que con la reverencia, de los asistentes a aquella exhibición semiclandestina. también sentí tristeza, porque había sentido miedo, y nos dispersamos en silencio.
El lenguaje es un virus, Sr. Anónimo, porque se reproduce, se transforma y se adapta a los cuerpos que invade.
Ya no se nos permite decir que tal cosa es verdad.
gracias por lo de señor y por la explicación de lo del virus. lindas y sabias palabras.
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