Anoche, con mi hijo Rocco, volví a ver El niño salvaje de François Truffaut. Se trata de una película que yo vi por primera vez cuando tenía doce años. La misma edad de mi hijo, la misma edad del niño en cuestión. En 1798, en la región de l’Aveyron, en el sur de Francia, unos cazadores descubrieron a un chico que había estado viviendo solo, durante años, en un bosque, como un animal. Las autoridades lo estaban por decretar un retrasado mental y encerrar en un manicomio, pero un médico humanitario –el Dr Jean Itard- decidió tomarlo en guarda e intentar educarlo en su propia casa. A último momento, Truffaut optó por hacer él mismo el papel del médico, para no tener ningún intermediario entre el niño y él. Y la película tiene algo de registro documental de esa relación, entre un adulto y un niño, de cómo el primero, con idas y vueltas, va ganando la confianza del segundo y consigue establecer una trasmisión. La relación entre el niño salvaje y el Dr. Itard se encarna en la relación concreta entre Truffaut y el niño actor. Fue la primera vez que el director de Jules et Jim pasaba del otro lado de la cámara, por lo que da la sensación de que ambos, maestro y alumno, director y actor, están aprendiendo algo.
Y esta dimensión de la película cobró para mí un sentido particularmente conmovedor por la circunstancia en que la vimos: como uno de los primeros capítulos del cineclub estival que iniciamos hace unos días, donde intento mezclar mis viejos clásicos privados sentimentales con alguna que otra que le guste al pibe. Y, por supuesto, yo también estoy tratando de transmitir algo y -¿por qué no?- contrabandear algún tipo de enseñanza. Casualmente (o no), empezamos con Buenos muchachos de Martin Scorsese, otra clase de educación: “desde que recuerdo, siempre quise ser un gangster” (esa es la vocación actual de mi hijo…). Casualmente (o no), éste ha sido para Rocco un año de estudio intensísimo –compartido con sus padres- preparando los exámenes para ingresar al Colegio Nacional Buenos Aires. Por eso, la educación del niño salvaje, con su tira y afloje, con sus premios y castigos, también resonó en nosotros de un modo muy particular. “Es emocionante cuando finalmente aprende a pedir la leche”, dijo Rocco.
Cuando vi la película por primera vez, vivía en Londres y, a esa edad, ya había tenido un primer roce con la mirada discriminatoria que se ensaña con el “diferente”. Por mi ascendencia hindú, yo era un fucking wog. (Traducción: negro de m…) Descubrí en aquel momento que el rostro bruñido por el sol del niño salvaje, ese otro por excelencia, no era muy diferente del mío. Años después, supe que el niño actor era, de hecho, de origen gitano. Y ahora que lo vuelvo a ver, no puedo dejar de pensar, con emoción, que se parece un poco a Rocco.
La ascética narración de Truffaut en principio se circunscribe a exponer los distintos pasos de la instrucción del niño salvaje. Truffaut dice que pretendía hacer un relato “riguroso, lógico, científico, por lo tanto: poético”. Un lenguaje simple, con reminiscencias de cine mudo, y el severo blanco y negro de la fotografía de Néstor Almendros (sería la primera de ocho películas que haría junto al director), contribuyen al efecto de verosímil. El niño aprende, no sin pena, a usar zapatos, a tomar la sopa con cuchara, a caminar derecho, a usar el lenguaje. En tanto actor-instructor, Truffaut se limita a su función pedagógica, dando instrucciones y felicitando o reprobando a su pupilo (lo cual de alguna manera también se asemeja a su función de director).
Pero llega el momento en que el Dr. Itard se pregunta si semejante educación tiene algún sentido, si los sacrificios a los que está sometiendo al niño valen la pena, si no hubiera sido más feliz en el bosque, viviendo su vida de animalito. Son la clase de preguntas que, en algún momento, todo “pedagogo” –yo también- se tiene que hacer. El médico propone subir la apuesta. A riesgo de echar por la borda su método, quiere descubrir si el niño salvaje tiene conciencia. Le propone uno de sus simples ejercicios, de reconocimiento de palabras. El niño responde correctamente pero, esta vez, en lugar de premiarlo, el doctor lo castiga, encerrándolo en un ropero. El niño, que a esta altura confiaba plenamente en su maestro, se rebela y le muerde la mano. El Dr. Itard lo abraza emocionado: el niño salvaje conoce lo que es la justicia. Intentar una educación quizás valga la pena.
Y esta dimensión de la película cobró para mí un sentido particularmente conmovedor por la circunstancia en que la vimos: como uno de los primeros capítulos del cineclub estival que iniciamos hace unos días, donde intento mezclar mis viejos clásicos privados sentimentales con alguna que otra que le guste al pibe. Y, por supuesto, yo también estoy tratando de transmitir algo y -¿por qué no?- contrabandear algún tipo de enseñanza. Casualmente (o no), empezamos con Buenos muchachos de Martin Scorsese, otra clase de educación: “desde que recuerdo, siempre quise ser un gangster” (esa es la vocación actual de mi hijo…). Casualmente (o no), éste ha sido para Rocco un año de estudio intensísimo –compartido con sus padres- preparando los exámenes para ingresar al Colegio Nacional Buenos Aires. Por eso, la educación del niño salvaje, con su tira y afloje, con sus premios y castigos, también resonó en nosotros de un modo muy particular. “Es emocionante cuando finalmente aprende a pedir la leche”, dijo Rocco.
Cuando vi la película por primera vez, vivía en Londres y, a esa edad, ya había tenido un primer roce con la mirada discriminatoria que se ensaña con el “diferente”. Por mi ascendencia hindú, yo era un fucking wog. (Traducción: negro de m…) Descubrí en aquel momento que el rostro bruñido por el sol del niño salvaje, ese otro por excelencia, no era muy diferente del mío. Años después, supe que el niño actor era, de hecho, de origen gitano. Y ahora que lo vuelvo a ver, no puedo dejar de pensar, con emoción, que se parece un poco a Rocco.
La ascética narración de Truffaut en principio se circunscribe a exponer los distintos pasos de la instrucción del niño salvaje. Truffaut dice que pretendía hacer un relato “riguroso, lógico, científico, por lo tanto: poético”. Un lenguaje simple, con reminiscencias de cine mudo, y el severo blanco y negro de la fotografía de Néstor Almendros (sería la primera de ocho películas que haría junto al director), contribuyen al efecto de verosímil. El niño aprende, no sin pena, a usar zapatos, a tomar la sopa con cuchara, a caminar derecho, a usar el lenguaje. En tanto actor-instructor, Truffaut se limita a su función pedagógica, dando instrucciones y felicitando o reprobando a su pupilo (lo cual de alguna manera también se asemeja a su función de director).
Pero llega el momento en que el Dr. Itard se pregunta si semejante educación tiene algún sentido, si los sacrificios a los que está sometiendo al niño valen la pena, si no hubiera sido más feliz en el bosque, viviendo su vida de animalito. Son la clase de preguntas que, en algún momento, todo “pedagogo” –yo también- se tiene que hacer. El médico propone subir la apuesta. A riesgo de echar por la borda su método, quiere descubrir si el niño salvaje tiene conciencia. Le propone uno de sus simples ejercicios, de reconocimiento de palabras. El niño responde correctamente pero, esta vez, en lugar de premiarlo, el doctor lo castiga, encerrándolo en un ropero. El niño, que a esta altura confiaba plenamente en su maestro, se rebela y le muerde la mano. El Dr. Itard lo abraza emocionado: el niño salvaje conoce lo que es la justicia. Intentar una educación quizás valga la pena.
Publicado en Radar, domingo 3 de enero 2010.
15 comentarios:
qué lindo post fotografías. qué suerte tiene rocco que seas su maestro, y vice versa: mejor pupilo cineasta no puede pedir. queremos tanto a truffaut, y a almendros too.
Cecilia Sosa dijo...
lindisimo!
Es cierto. Rocco es MUY parecido.
“riguroso, lógico, científico, por lo tanto: poético” genial.
Girl: sí, es una edad muy especial y R, por lo menos, está (sorprendentemente) receptivo. Igual, para mí no se trata de clases ni de maestro-alumno ni nada de eso. Se trata, simplemente, de HABLAR con mi hijo... ¡Más difícil de lo que acaso imaginás!
Gracias, Ceci, viniendo de vos lo tomo como un super elogio. ¿Estás acá o allá?
Viste, JLC? Si estás acá, es hora de nuestro café anual.
Claudio: Así es. Medio caldinesco el concepto, no?
Hermosa nota, Andrés! Ya mismo quiero ver esa peli, una de las que me faltan de Truffaut. Con el tiempo, película por película, Truffaut vs Godard se va inclinando para el lado del primero...
MIGUEL
chas gracias, Miguel. Tal vez tengas razón en cuanto a Godard vs Truffaut. Hay algunas películas de Truffaut que están entre mis películas más queridas: El niño salvaje, desde ya, pero también Jules et Jim, Los 400 golpes, La dos inglesas...
Pero Godard... Lo que me pasa con Godard es que su efecto no se reduce a ninguna de sus películas sino que es como un "efecto Godard" que se desprende de toda su obra, desde "Sin aliento" a "Historia(s) del cine". En mi caso, al menos, fue una retrospectiva de Godard, vista a los veinte años, que me dio una idea de que el cine era "otra cosa" y que yo también podía hacer esa "cosa". Qué sé yo.
Andrés, me hubiese gustado pensar algo así... El niño salvaje es el T. que prefiero, y recuerdo también L'argent de poche, que aquí se llamó La piel dura.
Andrés
leí la nota hace unos domingos y me quedé pensando mucho en lo que vendrá, la Rosa salvaje y los métodos de enseñanza, por ahora nada tiene lógica aunque creo que estamos empezando a dar esos pasos, lo riguroso, ya duerme sola pero costó, cómo será todo?
abrazo
qué buen reencuentro de blog.
Claudio: Ah, "La piel dura"... La de los niños. Me encantó en su momento, pero nunca la volví a ver.
Guille: qué bueno que te hayas quedado pensando en lo que vendrá, jaja. Es increíble, ¿no?, si te ponés a pensar, el peso de la responsabilidad, en cada decisión. Y uno de los grandes debates, a veces incluso peleas amargas, que hemos tenido a lo largo de los años de crianza ha sido en torno de esta cuestión: Libertad vs Disciplina. Lo peor -o lo mejor- es que en la crianza de niños, igual que en Hollywood, hay sólo tres reglas: 1) Nadie sabe nada; 2) Nadie sabe nada; y 3) Nadie sabe nada.
Me apasiona y me emociona la saga tuya y de Rocco del cineclub paterno-filial. Los diálogos sobre la maravillosa Kess, Y sobre todo el ida y vuelta mediante el cual Rocco también propone sus pelis (The thing). Se me ocurren muchas películas ( de aquellas vistas en mi lejanísima preadolescencia y adolescencia estirada) que podrían ser disparadores para vos y Rocco. Que se yo; desde Melody pasando por Cuenta conmigo de Bob Rainer, dos formas diferentes sobre el coming on Age. Y tambien algún Kitano como El verano de Kikujiro por ejemplo, o Kids return, o también Sonatina (así pasan de la mafia italiana a los yakusas melancólicos).Y alguna más de Truffaut .Sí, L’argent de poche es casi indispensable, después de L’enfant sauvage pero también Los cuatrocientos golpes o Besos Robados. Sugerencias que se me ocurren, solo por el deseo de escucharlos, leerlos, imaginarlos, disfrutando de esas pelis, tanto como yo disfruto de los resultados de las charlas posteriores que describís tan bien en el blog. Y una curiosidad: ¿Qué opina hoy Rocco sobre Fotografías?
Un abrazo y feliz año que comienza
les desea desde el fondo de su corazon cinéfilo,
Alejandro Ricagno.
Qué lindo lo que decís, Ale. Un placer y un estímulo tenerte como lector "apasionado"...
Buenas recomendaciones, algunas ya las tenía en la lista, aunque la lista, como vos mismo advertiste, muta y eso es una de las cosas más lindas que tiene.
Respecto de tu curiosidad: volver a ver "Fotografías" con Rocco podría ser la prueba de fuego. Tal vez para terminar el verano.
Continuará...
un abrazo
Estoy acá. Vamos con el café anual.
Jose: me hubiera gustado tomar ese café ayer por la mañana, par comentar los sucesos de la noche anterior. Pero tendrá que ser la semana que viene, probablemente después de la resurrección de los hombres del Virrey...
Hablemos el lunes.
Abrazo
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