domingo, 21 de diciembre de 2008

Beduinos

Mitad izquierda de una fotografía estereoscópica tomada en la región de Belén circa 1900.

Mis amigos ingleses Glenn Bowman y Elizabeth Cowie me mandaron esta original tarjeta de navidad de un grupo de beduinos en Belén. La hago extensiva a todos los lectores de esta bitácora electrónica, beduinos en el desierto de la blogosfera, al desearles felices fiestas y anunciar descanso de la compañía hasta después de Reyes. ¡Felicidades!

sábado, 20 de diciembre de 2008

Lista 9: yapa


9 y 10. El país del diablo y Fotografías

Toda película es, antes que cualquier otra cosa, la experiencia singular de una proyección, de una función, de una visión, de una noche. Y, en ese sentido, me voy a permitir incluir en la lista dos experiencias particulares con mis propias películas. El país del diablo fue la primera película a proyectarse en el Centro Cultural Nuestros Hijos, de las Madres de Plaza de Mayo, en el antiguo campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada. Fue una noche furiosa de tormenta en agosto. El local estaba recién inaugurado, sin terminar, con escasa iluminación, y el gigantesco predio de la ESMA, semi abandonado, estaba sumido en las tinieblas. Mientras los viejos fantasmas de los ranqueles desfilaban por la pantalla y por los paisajes desolados de La Pampa, afuera rugía el viento y la lluvia, en la más profunda oscuridad de la noche, y en el corazón de los espectadores seguramente se agitaban al mismo tiempo los fantasmas propios de ese lugar, en una danza macabra a través de distintos siglos. Una noche de historia argentina para el recuerdo.

La otra experiencia que me sorprendió con todo el peso de lo inesperado fue la de la transmisión televisiva de Fotografías, que se repitió en seis ocasiones este año, produciendo cada vez una reacción en cadena de mensajes por distintas vías, enviados por cientos de telespectadores conmovidos. En mi concepción, la película fue hecha para ser vista en el cine. Se trata de un relato bastante complejo, con distintos hilos narrativos y un juego de asociaciones que necesitaban, para funcionar, del silencio y la concentración que otorgan la pantalla grande y la sala oscura. Al menos en mi cabeza. Por eso me agarró desprevenido el increíble impacto emocional que alcanzaron las emisiones televisivas. Alguien que sabe bastante de televisión, guionista de muchos éxitos, me dijo que la película le resultó sumamente “televisiva” (un elogio…) e imposible de dejar una vez que uno había picado. Contra lo que se podría suponer, me explicó, la decisión de quedarse con algo que uno caza al azar del zapping significa, por parte del espectador, un compromiso mayor que el de comprar una entrada para ir al cine. Y, una vez tomada esa decisión, de quedarse con la película y no seguir surfeando, la misma situación de estar en tu casa, solo con el televisor, genera un grado de intimidad casi sin punto de comparación. No sé si será así, pero en todo caso ayudaría a comprender un fenómeno cuyas razones a mí se me escapan.

Y ahí está: El país del diablo y Fotografías son la 9 y la 10, con lo que --un poco de trampita mediante-- por fin tenemos nuestro top ten:

1. Aquele querido mes de agosto de Miguel Gomez
2. Z32 de Avi Mograbi
3. Jogo de cena de Eduardo Coutinho
4. Unas fotos en la ciudad de Sylvia de José Luis Guerín
6. Of Time and the City de Terence Davies
7. Resfriada de Gonzalo Castro
8. Heliografía de Claudio Caldini
9. El país del diablo en la ESMA
10. Fotografías por televisión



fotos: 1. Rodaje de Fotografías en Buenos Aires (en lo alto); 2. Las fotografías de El país del diablo (medio); 3. Rodaje de Fotografías en Madrás (acá arriba).


Lista 8: ¡número uno!


1. Aquele querido mes de agosto de Miguel Gomez (Portugal, 2008)

En términos de sorpresa y desconcierto –que eran los parámetros que de alguna manera guiaban esta selección— no hubo mayores que en la película del portugués Miguel Gomez, el curioso resultado de un proyecto de ficción que se cayó justo antes del rodaje por falta de financiamiento. En su lugar, con el dinero disponible, Gomez decidió hacer un documental sobre músicos semi-profesionales de provincias. Pero casi sin que nos demos cuenta, en un giro inesperado, este encantador documental se transforma en otra cosa: una ficción que muestra sus materiales y, por lo mismo, gana sorpresa, credibilidad y capacidad de emocionar. Ver la crónica desde Florencia, donde viajé a presentar El país del diablo y me topé con mi "película del año".

viernes, 19 de diciembre de 2008

Lista 7


2. Z32 de Avi Mogravi (Israel, 2008)

Otro documental (perdón…) que pone en juego el valor del testimonio y, al mismo tiempo, nos hace pensar acerca de la responsabilidad que le cabe al que recibe el testimonio: la responsabilidad del propio cineasta y, por derivación, la del espectador. En este caso, se trata del testimonio de un ex soldado israelí que quiere ser perdonado por su participación en una matanza, por pura venganza, de un grupo de palestinos. En escenas de increíble intimidad (foto arriba), la novia del soldado cuestiona su presunto arrepentimiento. Lo que permite tamaña intimidad es que están solos con la cámara. (“¿Está grabando? ¿Está bien el cuadro?” pregunta ella mientras ajusta la cámara al comenzar la película). Pero, sobre todo, porque su identidad se haya preservada por arte digital: primero, con una variante del típico blur, después con una especie de máscara que nos permite ver ojos y boca y, finalmente, en una vuelta de tuerca prodigiosa, con… ¡otro rostro! Una auténtica expresión, en términos cinematográficos, de lo siniestro, esa confusión entre lo extraño y lo familiar, entre lo ajeno y lo propio, de la que hablaba Freud. El culpable es otro, el soldado que se confiesa, pero el efecto de semejante intimidad es que nos sentimos implicados en el crimen, casi cómplices. En el medio, Mograbi reflexiona sobre su propia responsabilidad… cantando con una pequeña orquesta en el living de su casa: “¡Oy vey! ¡Estoy ocultando un asesino! ¡Oy vey! Mi mujer me dice: no hay perdón para un asesino. ¡Oy vey! ¡Y yo lo encuadro en mi film!”

Vista en octubre en DocLisboa. Exhibida en Doc Buenos Aires, con presencia de Mograbi.


jueves, 18 de diciembre de 2008

Lo pequeño es hermoso


por Guillermo Ueno

Quince horas en tren hasta llegar a Buratovich (5000 habitantes), un pequeño pueblo ubicado a 780 km al sur de la ciudad de Buenos Aires, sólo un tren a la semana. Diecisiete años atrás el gobierno decidió cerrar la mayoría de los servicios ferroviarios. Médanos (6000), es el pueblo vecino, y no llega el tren; la comunicación entre ambos pueblos es muy complicada sin automóvil, solo un ómnibus incómodo y costoso nos deja en medio de la ruta, luego hay que transitar 15 kilómetros más para poder llegar.

Desde hace varios años unos pocos artistas decidieron retomar la relación existente en épocas del ferrocarril, tal vez por esta razón, a modo de símbolo comenzaron a utilizar lo que el Estado descartó por obsoleto, la estación de trenes en Médanos, donde funcionó hasta 2004 el Centro Cultural Médanos, talleres de arte, poesía, teatro, gratuitos, solventados con la ayuda de algunos vecinos y del sorteo de un lechón, también muestras y conciertos modificaron el paisaje habitual.


En Buratovich consiguieron dos vagones abandonados en medio del campo, este invierno han refaccionado uno de los vagones, junto a otros artistas extranjeros que colaboraron con la refacción; organizaron talleres de grabado y fotografía, piensan organizar más talleres, proyecciones de cine, ediciones y un espacio para estar al resguardo de la intemperie, que en esta región muestra un rigor poco amable. Además, otro vagón va a convertirse en residencia para recibir artistas, y convertirse en medio para el vínculo con la comunidad. 


Esta actividad, que tiene como cara visible a Carolina Pellejero está acompañada por el trabajo en “La Casita”, centro de apoyo social en el barrio La primavera, conformado en su mayoría por inmigrantes bolivianos, no integrados totalmente al grueso de la sociedad, dedicados al cultivo de la cebolla. Dentro del predio de vagones, está Dardo Berrios; -un maravilloso agricultor- que trabaja en su vivero, ha construido una huerta orgánica, y dedica su tiempo a la forestación del pueblo intentando devolver la belleza tan maltratada por tanta urgencia económica. Durante el viaje, con los amigos, hablamos sobre el agricultor japonés Masanobu Fukuoka, siempre pensé que la pampa argentina tiene una contemplación familiar a la japonesa, hablar con él le dio un poco de certeza a este intento por unir imágenes a priori un tanto extrañas...


De regreso en Médanos conocimos el nuevo proyecto de viAjo mediante Fernando Mariani y Juan Cruz Iglesias, hacia el año 1906 se estableció una de las comunidades judías más grandes del país, aparte de la sinagoga y el cementerio, los colonos llevaron adelante diversos emprendimientos agrícolas, agropecuarios y comerciales, entre ellos una librería y cigarrería, lugar de reunión del barrio ruso llamado La Armonía. Tras la muerte de la familia Chernin, dueños del establecimiento, la sociedad israelita se ocupó del lugar. Debido a las reiteradas crisis políticas y económicas la mayor parte de la comunidad dejó el pueblo y La Armonía quedó abandonada. 


Actualmente el lugar está siendo recuperado por viAjo para continuar con el trabajo del CC Médanos, esto sumado al préstamo de una casa muy curiosa para quienes vamos de visita o a trabajar en los proyectos, situada dentro de un barrio construido por el ex Presidente Perón para la empresa de gas estatal. Lo extraño para nosotros, acostumbrados a la acelerada pérdida de la elegancia y confort, es cómo se pensó en algún momento la vida: casas para obreros con espacios impensables hoy; jardín, árboles, aire, tranquilidad.


El derecho a la belleza, perseguido por Dardo en Buratovich, no es solo nostalgia; cuidar un jardín fue una tarea de suma importancia, le ha dado sentido a una frase escuchada en mi infancia: “paz social”. Nunca más oí hablar de ella como realidad; talvez sí, como anhelo cuasi utópico.

¿Cómo fue que lo más obvio se transformó en un ideal inalcanzable, que cuando apenas se lo roza se transforma en una hazaña extraordinaria? Cada viaje a estos lugares nos da mucho para pensar, siempre la misma pregunta. ¿Cómo es que aceptamos resignar nuestra calidad de vida?, ¿qué Bienal nos convenció de que el arte progresa, que el progreso nos beneficia y que éste es hacer fotografías cada vez más grandes?

fotos: Guillermo Ueno



Lista 6

3. Jogo de cena de Eduardo Coutinho (Brasil, 2007)

Repito, y hago mías, palabras pronunciadas por Consuelo Lins en Princeton: "El espectador del documental quiere creer. Lo que consigue Coutinho en Jogo de cena es confundir al espectador, al mezclar testimonios reales de mujeres que respondieron a un aviso en el diario con los mismos textos interpretados por actrices. ¿Quién es la que está actuando? No siempre lo sabemos. Pone en crisis los mismos adjectivos que se han usado sobre los documentales de Coutinho: auténtico, verdadero, espontáneo. Y no es una reflexión a posteriori sino que es una experiencia que se produce al ver la película: como espectadores, nos vemos obligados a renunciar al deseo de saber qué es real y qué no. Y esto va a contrapelo de la falsa sensación de poder que experimenta el espectador-voyeur de la televisión, donde en un reality show puede incluso elegir quién se queda y quien debe irse. Esos reality shows, justamente, igual que los noticieros de la televisión, ocultan la manipulación y pretenden que todo lo que nos muestran es real y verdadero. Con Coutinho, nos tenemos que hacer una pregunta que podemos hacernos sobre cualquier otra cosa que estemos viendo en una pantalla: ¿qué estoy viendo? ¿La realidad? ¿Una manipulación?"

miércoles, 17 de diciembre de 2008

¿Crees que no quiero?


-No creo que seas tonto, Homero. Pero, por otra parte, nunca vas a museos ni lees libros ni nada.
-¿Crees que no quiero? Es la tele, Marge. No me deja. Un buen programa tras otro, cada uno mejor que el anterior. Si sólo trastabillaran una vez, si nos dieran treinta minutos para nosotros mismos... Pero no lo harán, ¡no me dejarán vivir!


Lista 5

4. Unas fotos en la ciudad de Sylvia de José Luis Guerín (España, 2008)

De este “borrador de un film”, muy superior, en mi opinión, a la versión “terminada” que fue En la ciudad de Sylvia, ya se ha hablado bastante en estas páginas. De hecho, la incluí en la programación de este año del Princeton Documentary Festival, donde Guerín explicó: "El formato del cuaderno de apuntes, del esbozo, permite que la película la tenga que completar el espectador en su cabeza, que es donde en realidad se producen las películas". En Princeton, la película la completó Eduardo Cadava con un magnifico comentario, que podría reducirse a estas palabras: "¿Qué significa amar una imagen? ¿Y en qué medida amar puede significar otra cosa que amar una imagen? ¿Será posible amar otra cosa que no sea una imagen?"

martes, 16 de diciembre de 2008

Lista 4

5. Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo de Yulene Olaizola (México, 2008)

Al principio parece casi un ejercicio de escuela, del género “retrato de mi abuela”. De hecho, la directora (foto abajo) no había egresado aún de la escuela de cine en México cuando hizo la película. El caso es que la abuela regenteaba una pensión en el viejo caserón familiar, ubicado en la esquina de las calles Shakespeare y Víctor Hugo. Allí fue a parar un joven misterioso, un bohemio solitario del que la abuela cuenta la historia y, de alguna manera, confiesa que se ha enamorado, pese a la gran diferencia de edad. Pero ese no es el problema... Olaizola va develando una trama mucho más compleja, como de policial, llena de sorpresas, con crímenes incluidos. A la joven directora no le tiembla el pulso a la hora de engañar al espectador, con la sabia complicidad de la propia abuela, y al final nos quedamos con algunas preguntas importantes sobre lo que nos acaban de contar. Pero esas mismas dudas nos conducen a una reflexión, que sólo el género documental puede plantear: ¿en qué medida los hechos reales tienen existencia fuera de una narrativa? Mejor película, BAFICI 2008.


lunes, 15 de diciembre de 2008

Elogio de la sombra

Mi amigo Sabarwal me asegura que en India, incluso hoy en día, siguen rechazando las vajillas de cerámica y prefieren las lacas. En cambio nosotros, fuera del arte del té o de algunas circunstancias solemnes, ya sólo utilizamos cerámica, excepto para las bandejas y los cuencos de sopa, porque hemos llegado a considerar la laca rústica y desprovista de elegancia: ¿pero no será simplemente por culpa de la claridad que proporcionan los nuevos medios de iluminación? En realidad se puede decir que la oscuridad es la condición indispensable para apreciar la belleza de una laca.

En la actualidad también se fabrican "lacas blancas" pero, de siempre, la superficie de las lacas ha sido negra, marrón o roja, colores estos que constituían una estratificación de no sé cuantas "capas de oscuridad", que hacían pensar en alguna materialización de las tinieblas que nos rodeaban. Un cofre, una bandeja de mesa baja, un anaquel de laca decorados con oro molido, pueden parecer llamativos, chillones, incluso vulgares; pero hagamos el siguiente experimento: dejemos el espacio que los rodea en una completa oscuridad, luego sustituyamos la luz solar o eléctrica por la luz de una única lámpara de aceite o de una vela, y veremos inmediatamente que esos llamativos objetos cobran profundidad, sobriedad y densidad.

Cuando los artesanos de antes recubrían con laca esos objetos, cuando trazaban sobre ellos dibujos de oro molido, forzosamente tenían en mente la imagen de alguna habitación tenebrosa y el efecto que pretendían estaba pensado para una iluminación rala; si utilizaban dorados con profusión, se puede presumir que tenían en cuenta la forma en que destacarían de la oscuridad ambiente y la medida en que reflejarían la luz de las lámparas. Porque una laca decorada con oro molido no está hecha para ser vista de una sola vez en un lugar iluminado, sino para ser adivinada en algún lugar oscuro, en medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno u otro detalle, de tal manera que la mayor parte de su suntuoso decorado, constantemente oculto en la sombra, suscita resonancias inexpresables.

Además, cuando está colocada en algún lugar oscuro, la brillantez de su radiante superficie refleja la agitación de la llama de la luminaria, develando así la menor corriente de aire que atraviese de vez en cuando la más tranquila habitación, e incita discretamente al hombre a la ensoñación. Si no estuviesen los objetos de laca en un espacio umbrío, ese mundo de ensueños de incierta claridad que segregan las velas o las lámparas de aceite, ese latido de la noche que son los parpadeos de la llama perderían seguramente buena parte de su fascinación. Los rayos de luz, como delgados hilos de agua que corren sobre las esteras para formar una superficie estancada, son captados uno aqui, otro allá, y luego se propagan, tenues, inciertos y centelleantes, tejiendo sobre la trama de la noche un damasco hecho con dibujos dorados.

Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. No obstante, como decía anteriormente, nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes. Hay una vieja canción que dice:

Ramajes
reunidlos y anudadlos
una choza
desatadlos
la llanura de nuevo

Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias. Asi como una piedra fosforesnte, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimern los efectos de sombra.
-Junichiro Tanizaki, Elogio de la sombra (1933).



Lista 3


6. Of Time and the City de Terence Davies (Gran Bretaña, 2008)

Ya escribí hace poco sobre el singular film de Terence Davies, un canto de amor-odio a su ciudad natal, Liverpool. “El único cineasta británico que me interesa” me dijo José Luis Guerín, tajante como es su costumbre. También discutimos sus virtudes con Oscar Cuervo. Sólo nos pusimos de acuerdo en que el sanbenito de “obra maestra” a veces puede arruinarnos una película antes de verla. De lo que no tengo dudas es que “Del tiempo y la ciudad” nos ofrece una lección extraordinaria de libertad en el uso de la narración autobiográfica en off –un texto descaradamente poético— y en la forma como Davies combina esa voz con los materiales de archivo –imágenes y sonidos— que constituyen la trama documental de la película. Con eso, para mí alcanza y sobra. Vista en el festival de Mar del Plata, seguramente se repetirá en el BAFICI.


domingo, 14 de diciembre de 2008

Lista 2

7. Resfriada de Gonzalo Castro (Argentina, 2008)

Gonzalo Castro es escritor (autor de Hidrografía doméstica), diseñador gráfico y editor (uno de los gestores de la editorial Entropía) y cantautor (lo vi una vez en el Rojas). Ahora se destapó como cineasta y en el último BAFICI ganó el premio al mejor director, en una decisión que irritó a algunos. Pero la película de Castro es una auténtica proeza, no sólo porque la filmó con gran solvencia absolutamente solo (dirección, cámara, sonido, edición, producción, utilería…). Lo que más me impresionó es cómo fluye con total normalidad una historia de ficción dentro de un universo 100 por 100 real, que es el del mismo Castro: aparecen sus amigos, el mundillo literario, la editorial Entropía (alguien la llamó "fiesta de disfraces en Entropía"). Un mérito de la extraordinaria actriz que es Romina Paula (foto), sin duda, y del desparpajo de los insólitos “no actores” que la rodean, por supuesto, pero Castro algo habrá hecho.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Lista

Es hora de hacer listas y no se me ocurrió mejor idea que hacer la lista de las diez películas del año. Quévachaché. Al final me cansé y me quedé en ocho. Con suerte me acuerdo de un par más y llego a diez. Igual, el orden de los factores... ¡no quiere decir nada! Podría ir perfectamente en orden inverso. Ni siquiera podría decir que son las mejores. En todo caso son las que más me sorprendieron o mejor me desconcertaron. Las que me hicieron volver a ver, nada más y nada menos, las interminables variantes y posibilidades que ofrece el cine. Por supuesto, responden a una mirada interesada. Es decir, siguen mis intereses particulares del momento. Y son, también, las que me vinieron a la memoria al hacer la lista...


8. Heliografía de Claudio Caldini (Argentina, 1993)

Volví a ver esta película, un corto de 5 o 6 minutos, después de muchos años de haberla visto por primera vez, ya no recuerdo cuándo ni dónde, aunque lo peor es que tengo una especie de falso recuerdo mutante, de haberla visto en el Instituto Goethe, pero posiblemente la haya visto en el viejo ICI de la calle Florida. Vaya a saber. Ahora, el mismo Caldini me pasó un dvd y, con cierta trepidación, me propuse verla, anticipando una posible decepción, en el marco a priori decepcionante de mi laptop. ¿Qué magia puede resistir eso? Sin embargo, se trata de una obra inflamabable, que trasciende cualquier contexto. Un viaje en bicicleta, por un camino de tierra en medio de un bosquecito, en algún lugar de la India, se convierte en una secuencia de imágenes deslumbrantes, donde estallan a cada cuadro la luz, la sombra, el movimiento, las texturas, incluso el sonido y hasta diría la música, aunque no tiene "música", pero el graznido de los cuervos, los pájaros, el ruido de la bicicleta... todo crea un efecto hipnótico, mágico... y a la vez te remite a la experiencia del ciclista, el mismo Claudio Caldini, pedaleando por ese caminito con la cámara de super ocho en la mano, y uno mismo siente que ha estado en esa bicicleta, o tal vez sea otra bicicleta, en algún lugar lejano de la infancia...



Para compensar la "función" de la laptop, unos días después Guillermo Ueno organizó en la calle Delgado una inolvidable proyección al aire libre de Heliografía y otras perlas de Caldini, más un modesto homenaje de mi parte.


miércoles, 10 de diciembre de 2008

El animal escritor


por José Rivarola

A principios de la década de los ochenta, después de vender bisutería con un tapete en la universidad de Nanterre, pasé la frontera de Port Bou con un contrabando de chales horteras comprados en la Rue de Temple que, según parece, se vendían como agua. Conseguí un puesto en el mercadillo de Girona, hasta el seis de enero, día de reyes. Hoy para vender en el mercadillo de Girona hay que presentar hasta el análisis de orina y colocarse en una lista de espera de 634 desesperados. En ese entonces, ¡qué tiempos!, pagué 300 pesetas a un francés que se encargaba de los puestos y expuse los chales que sí, salían uno detrás del otro.

Contento con el éxito de mi venta, lo festejé en un recorrido de vinos por los bares de la judería hasta terminar en una taberna romántica, de muro medieval, fogón, vinos, humos, voces y una diana para tirar los dardos, pero mis dardos apenas rozaban el perímetro y otros daban en la pared. “¡Por la rechuca! ¡No pego una sola de esta huevada!” exclamé con fuerte acento chileno. Se me acercó un tipo despeinado con cara de dormido simpático.
-¿Tú eres chileno?, preguntó con el mismo acento.
-No, yo soy argentino pero por culpa de mis amigos chilenos y de una polola que una vez me cayó del cielo, cuando me coloco hablo chileno pueh.

Le dio mucha risa ese hibrido, y me invitó a unos vinos. Se llamaba Roberto, dijo ser poeta, había huido de Pinochet y había vivido un tiempo en Méjico, y pensaba afincarse en Cataluña. Dijo que con la poesía no comía y tenía pensado pasarse a prosista, que por el momento practicaba recortando las noticias más diabólicas e inverosímiles de los periódicos para sacar una prosa mas real y viva. Entre las noticias estaba el caso de aquel desgraciado que murió aplastado por una roca cuando estaba enculando una gallina (la gallina murió antes).

Durante esa semana con Roberto tomamos distintos cafés por todas partes, hablando de libros y autores, Malcolm Lowry, Kafka, Cortázar, Borges, Nicanor Parra, Allen Ginsberg, Jack Keruac, Corso, Burroughs, Faulkner, Jack London, Joseph Conrad, Jonathan Swift., Macedonio Fernández. Él fue sacando del bolso de la memoria autores que ni bien nombrarlos se desvanecían en el sonido de las cafeteras, en el resplandor de la barra, y en la estúpida música de los tragamonedas. Una mañana me dijo: estoy perdidamente enamorado de una uruguaya que vende frente a tu puesto, pero el gallo de su marido con pañuelo de Krishna al cuello se queda ahí dando vueltas como guardia de presidio, entonces hago media hora de árbol. ¿Qué es eso? La miro desde el árbol durante media hora y después me voy con el corazón compungido.

Roberto tenía fuertes dolores de estomago, y un artesano peruano, con forma de indio gigante que dijo ser digitopuntirista, le aplicó un apretón entre el dedo índice y el pulgar. Cuando soltó, Roberto le dijo: creo que me has curado pero ya no voy a poder acariciar a nadie. Lo que hemos hablado en esos días encaja en un mes del tiempo corriente, y las imágenes y situaciones de las novelas que se presentaron en esas mesas encajan en años de literatura.

No lo volví a ver, y en los años que pasaron no tuve ningún encuentro con un tipo como ese, que sienta el escribir desde ese abismo en el que sondea. Me faltaba alguien que pueda ver lo que hago y la nostalgia me recluía en una soledad con algo de protesta y esa falsa impresión que estoy escribiendo en secreto. Y un día, hojeando una librería vi un titulo, “Llamadas telefónicas”. Lo recogí y al abrir la primera página lo encontré al amigo Roberto en la foto de la solapa. ¡Bien! ¡Publicó el huevón! Pasó el tiempo, otro libro “La pista de hielo" y otro, “Estrella Distante”.

Muchas veces imaginé encontrarlo en una feria del libro y recordarle los dardos, la diana, la uruguaya, las conversaciones en el café, la inyección de vitamina que le daba al hablar de obras tan dispares como “El Castillo”, de “La Sinagoga de los Iconoclastas”, de "Bomarzo", de "El Almuerzo Desnudo" y una serie que mejor obviarla para no llenar la página. Y siguieron rodando los días hasta ese 2 de noviembre de 1998 cuando vi en la Babélia del País que Roberto había ganado el premio Herralde con “Los Detectives Salvajes”. La foto era simpática, el finalista era un tipo elegante de chaqueta y corbata. El ganador se sentaba encorvado con un cigarrillo en los dedos, grandes gafas y el mismo pelo revuelto de cuando me preguntó si yo era chileno.

Sin embargo no lo compré, leí algunos párrafos en una librería y me parecieron tan auténticos que podían influir en lo que yo estaba escribiendo. Cuando termine lo mío, me dije. Una mañana del 2003, en esa misma Babelia, leí la noticia de su muerte por un cáncer al hígado. Entonces compré “Los Detectives Salvajes” y me lo llevé a la India y lo leí en el ashram de Ramana Maharshi al pie de la montaña sagrada de Arunachala. Cuando el resto de los huéspedes leían las iluminaciones y los ejemplos de los santos y los yoguis, yo leía hasta las cuatro de la mañana las benditas bestialidades de Arturo Belano y Ulises Lima, y no sé si fue por la vibración de la montaña o vaya uno a saber, el temblor que me dio al verme frente a una obra maestra. Entonces encontré el amigo que buscaba.

Volviendo a 1981 en uno de esos cafés, yo le digo que me impresiona la prodigiosa memoria de Keruac porque escribió "On the Road" mucho tiempo después, sin tomar apuntes de nada, y sin embargo los detalles están como si lo hubiese vivido unos minutos antes.
-¿Sabes por qué?, dijo Roberto, porque Keruac tenía incorporado el animal escritor. Mientras tú viajas, el animal escritor registra tomado nota de todo lo que ve y lo que siente. Luego está en ti la capacidad de despertarlo y algo muy importante, hay que dejarlo que escriba, no se te ocurra interrumpirlo o darle un consejo porque te mata de un mordisco.

Años después lo entendí mejor: el animal escritor es un animal salvaje que trota en la inmensidad plagada de espejismos, devora los papeles y escupe personajes, furias, vinos, trenes, carreteras, lágrimas, el desequilibrio de un cerebro como ropa de lavadora, amores en la penumbra, gritos, fuegos en las ventanas, sabanas retorcidas, caballos con locura en los ojos, maremotos que arrasan las palmeras, puntitos lejanos en una playa solitaria, y escupe todo un universo de colores y de blanco y negro y de sepia y salta por encima del lenguaje, trota solitario rumiante de palabras y preposiciones que puede repetirlas hasta el cansancio por orden de su propia naturaleza.

Huye de las poblaciones intelectuales. Se larga a toda carrera sorteando abismos, lejos siempre de los escritores ovejas, de los escritores camello, de los escritores cabra, de los escritores bueyes, o los escritores gatitos o gatas o perros falderos. El animal escritor suelta la baba delante del océano y tiene un olor fuerte a vida curda y salvaje. Olor que algunos lectores rechazan y otros enloquecen y deciden romper sus casillas y salir a la llanura y ponerse a escribir. Y ese olor que se siente en algunas librerías viene de aquellos estantes donde están “Los detectives Salvajes” y “2666” de Roberto Bolaño.


fotos: 1) José Rivarola, "contando un cuento", en la época que conoció a Roberto Bolaño en Girona (en lo alto). 2) Bolaño en las paredes (acá arriba).



martes, 9 de diciembre de 2008

Vicio


Leer para mí es un vicio, del que me avergüenzo como otros se avergüenzan de ver televisión de día. Entiendo muy bien a Cervantes, que en algún lugar del Quijote confiesa su adicción por la lectura, al punto de agacharse a examinar cualquier papelucho con letras encontrado por la calle. Yo por mi parte despunto el vicio en todo momento o lugar. Siempre trato de llevar un libro encima “por las dudas”. Si paso unos días sin tiempo para leer, me tengo que meter en el baño un rato con un libro. También hago zapping entre libros, por supuesto, con la ilusión vana de prevenir la sensación de vacío y melancolía que produce cerrar por última vez las tapas de un libro que me tuvo entretenido. Anoche me pasó exactamente eso al terminar el último episodio maravilloso de la historieta de Ben Katchor, Julius Knipl, fotógrafo inmobiliario. Intenté perderme en la lectura de los seis números consecutivos que conseguí en Parque Rivadavia de la revista Misterix de los años 50, publicados cuando yo ni había nacido. De hecho, de chico no leía mucho historietas. Pero últimamente se me dió por juntar revistas viejas, vaya a saber por qué, y leerlas ahora me da añoranzas por una infancia que no viví.

Un libro que me regaló su autor, el cineasta suizo Daniel Schmid, capta de modo singular la capacidad que tienen los libros ilustrados para evocar mundos perdidos. Se trata de una especie de álbum de fotos, dibujos y postales, imágenes bellísimas que sin ninguna clase de epígrafe o explicación, cuentan la vida de Schmid, la vida real y también la imaginaria, de sus películas y sus pasiones. Pero esas imágenes también pueden evocar la vida de otro, como los recuerdos ajenos que le plantan a los androides en Blade Runner. En una de sus páginas: una foto de Schmid con Borges, que por una de esas casualidades del destino, sacó un jovencito que era yo hace mucho mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana.

Otro libro que me devolvió una parte olvidada de mí mismo hace poco fue la correspondencia de V.S. Naipaul y su padre, mientras el futuro novelista oriundo de Trinidad y Tobago estudiaba en Oxford. Yo también estudié en Oxford, leí en sus bibliotecas inagotables, integré alguno de sus clubs insólitos y, como Naipaul, conocí la soledad paria del extranjero. Me fugaba mediante las cartas que me escribía con amigos, cuyas quejas de la vida en Argentina eran como una panacea. Pero mi principal corresponsal también era mi padre, al que yo dirigía mis quejas de Oxford (¿a quién si no?). Leyendo la correspondencia de Naipaul padre e hijo me hizo pensar en todas las expectativas y frustraciones propias que mi padre habrá puesto en mi educación y mi futuro, y que yo por supuesto no pude siquiera vislumbrar desde mi ansiedad adolescente. Se me ocurre que leer es una forma de revisar nuestros recuerdos desde otra perspectiva.

Painting with light, un manual de fotografía cinematográfica publicado en 1949, fue para mí otra forma de escape hacia mundos perdidos, o al revés -- y es lo mismo -- una manera de recuperarlos. Su autor, John Alton, era un fotógrafo húngaro que, en una serie de películas policiales de clase B en el Hollywood de los años 40, prácticamente inventó la imagen clásica del film noir. Me sorprende descubrir que el tipo antes había probado suerte en nuestro país (como otro húngaro, Ladislao Biro, el inventor de la birome, un hombre encantador que yo llegué a conocer). Se sabe que trabajó en algunas películas de Luis Saslavsky. Me agarran unas ganas irrazonables por ver esas películas, proyectadas en pantalla grande como debe ser, pero me entero que ya no hay copias disponibles en 35mm. La sensación de pérdida es doble: no sólo se nos escapó un genio del cine, también se perdió lo que nos dejó. Al mismo tiempo, su figura cobra en mi imaginación una dimensión mítica que probablemente no hubiera tenido nunca si se hubiera quedado en la Argentina o si pudiéramos ver sus películas. Para eso también sirven los libros. Como decía Flaubert: para soñar.

foto: John Alton en rodaje.

¡Bienvenido a la tierra!


Aterrizó hace unos días en Colegiales (y fue a parar a mi colección de robots).

viernes, 5 de diciembre de 2008

Melancolía


Le pregunté a Germán García si Macedonio Fernández estaba loco. Germán había tirado la pregunta, pero la había dejado como tal, sin respuesta, en el documental sobre Macedonio que hicimos con Ricardo Piglia hace ya más de diez años. Ahí contaba, por ejemplo, que Macedonio se encerraba en un ropero para escribir, iluminado por una vela, porque decía que era fotofóbico. Aproveché que Cecilia nos había invitado a ambos a una charla posterior a la proyección de la película la otra noche en la Biblioteca Güiraldes de la calle Talcahuano. "Yo creo que era un melancólico", me contestó Germán, que es seguramente quien mejor conoce a Macedonio de los que no lo conocimos. Hace muchos años hizo un libro de entrevistas con todos los "viejitos" que habían conocido a Macedonio, desde Borges hasta el Mono Villegas. También escribió el primer libro crítico sobre Macedonio. Germán es a la vez uno de nuestros más eminentes psicoanalistas lacanianos, con la inestimable ventaja de que sabe disimularlo.
-Y ojo que digo melancólico sin que sea un estigma-- aclaró. -O una forma de dar a entender que estaba enfermo, como sería decir que era un depresivo, digamos. Y no está claro si ser melancólico cae del lado de la psicosis, con lo que sería incurable, o por el contrario, si sería una simple neurosis, que es lo que tenemos todos. También creo que escribir es de alguna manera un acto melancólico. Acá en esta mesa está este vaso.
Con una mano, Germán retiró el vaso de la mesa.
-Escribir es hablar de ese vaso que ya no está, por eso digo que escribir es, de por sí, un acto melancólico. Después podemos discutir si la melancolía es una forma de la locura. Pero a mí me parece que sólo hay locura si estás solo. Si hablás solo y nadie te entiende, entonces se puede decir que estás loco. Si hay alguien que te entiende, que cree en lo que estás diciendo, ya no hay locura.
-O sea que Macedonio deja de estar loco en la medida que alguien lo lee?
-Si son dos, no hay locura.

foto: Ricardo Piglia en Macedonio Fernández de Andrés Di Tella.

Nota: esta entrada fue publicada originalmente el 28 de agosto, en ocasión de una función anterior de Macedonio Fernández. De hecho, fue prácticamente el primer post de este blog. Me permito repetir porque calculo que casi nadie la habrá leído en su momento.


jueves, 4 de diciembre de 2008

Macedonio Fernández


MACEDONIO FERNANDEZ
la película de Andrés Di Tella
escrita por Ricardo Piglia

El escritor Ricardo Piglia nos guía por el Buenos Aires de Macedonio Fernández. Una investigación sobre la topografía urbana y el recuerdo, entre la biografía y la ficción. Incluye testimonios de Adolfo de Obieta, Roberto Jacoby, Ricardo Zelarrayán, Gerardo Gandini, Carlos Boccardo, Germán García.

¡HOY!
-jueves 4 de diciembre- 19 hs
Biblioteca Martín del Barco Centenera
Venezuela 1538 - Montserrat

gratis

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Nadar


Trailer de Nadar de Carla Subirana.

por Carla Subirana

Barcelona, noviembre 2008

Querido Andrés,

me pides que escriba unas palabras sobre Nadar, tarea difícil. Un alud de ideas e imágenes me asaltan, pero, ¿cuál de ellas es la importante? He ahí la dificultad…

Ahora, hace unos 9 años que inicié una investigación para averiguar quién era mi abuelo, una sombra que planeaba sobre mi cabeza de una manera inevitable. Se trataba de una deuda pendiente y antigua que ni mi abuela ni mi madre habían podido saldar, así que no podía escapar de ella. Debía pararme en mi camino (lleno de indecisiones e incertidumbres por qué negarlo) y mirar hacia atrás. Algunos optan por llamarlo valentía, pero yo no puedo utilizar esa palabra, me parece demasiado valiosa. Resulta que yo no podía hacer otra cosa que dirigir esta película. Creo que uno no puede escapar de si mismo.

Pero, ¿qué hacer cuando solo tienes dudas y preguntas sin respuestas? Quizás, llegar a la convicción de que la duda forma parte de la esencia humana, lo demás son formas de supervivencia, armaduras para afrontar un áspero día a día. Y finalmente, hacer una película, desprenderse de una historia oculta para expulsarla al exterior (como aquel que expulsa un hijo) y así alejar miedos e inseguridades. Y como no, rendir homenaje a esas dos mujeres que me han precedido y que me han dado la oportunidad o el yugo de ser como soy. Y ha sido en el cine donde he encontrado el medio para expresar mi particular forma de resistencia. La resistencia al olvido.



Nadar, de Carla Subirana, compartió la sección oficial de documentales de la SEMINCI de Valladolid con El país del diablo y se acaba de estrenar en España. En la película, la joven directora catalana investiga el oscuro destino de su abuelo, que fue fusilado al acabar la Guerra Civil y de quien nadie volvió a saber más nada. La abuela de Carla, la única persona que le podía contar la historia de primera mano, no es un testigo demasiado fidedigno porque sufre del mal de Alzheimer. La muchacha va encontrando algunas pistas y rastros del abuelo, que no son precisamente lo que esperaba encontrar, pero lo más importante es lo que sucede en el camino de la investigación. Un poco como en aquella expresión de Lao Tse: “No hay Tao al final del camino, el Tao es el camino”.

Carla me contó que estuvo nueve años con el proyecto, desde las primeras filmaciones que hizo de la abuela en el patio de su casa, sin saber del todo, en ese momento, qué estaba filmando. Y ese trascurso del tiempo se siente. De hecho, es una de las fuentes de emoción de una película que termina siendo muy emocionante. Asistimos a la transformación del vínculo entre Carla y su abuela, que cobra al mismo tiempo la dimensión de una parábola sobre las relaciones entre un cineasta y su “sujeto documental”. De los simples registros de la abuela en el patio, se pasa a momentos muy delicados, como cuando vemos a Carla –ya decididamente del otro lado de la cámara— peinando y acicalando a la anciana, como si fuera una niña. En otra escena, casi incómoda por su alto grado de intimidad --y a la vez en las puertas de la ficción-- vemos como la abraza y la cubre con caricias (foto arriba).

La película pega un giro inquietante –y nos asesta un mazazo— cuando descubrimos, al mismo tiempo que Carla, que su propia madre también sufre de una forma del Alzheimer. Carla debe entonces ponerse a cuidarla como cuidó a su abuela, convirtiéndose de una manera extraña casi en la madre de su propia madre. A la vez, en cierto punto, se confunden el no poder recordar con el no querer recordar. En fin: una historia muy poderosa, como se podrá desprender de lo dicho. Y, por supuesto, una metáfora demasiado concreta de lo que significa la memoria, y la destrucción de la memoria, para la identidad. La historia del abuelo de Carla, con todas sus incertidumbres, silencios y mitificaciones, hace que nos preguntemos hasta qué punto la memoria no está construida de la misma manera que la ficción. El desafío empieza a ser: encontrar la diferencia.

Pero lo que me gustó es que la directora fue capaz de otorgarle también momentos de levedad y humor al relato. En todo caso, el tratamiento de semejante historia está lejos de cualquier tremendismo. Abundan instantes de lirismo, como si el cine fuera una especie de cura, y no solo la cura por la palabra, implícita en cualquier narración confesional. Subirana-cineasta parece confiar, sobre todo, en la capacidad del cine como forma de cura por la imagen. La película empieza con escenas un poco enigmáticas de una mujer que nada sola en una piscina. No tardamos en advertir que esa mujer es la propia cineasta. Las imágenes recurrentes de ella nadando que jalonan la película –y que se van volviendo cada vez más oscuras en la medida que la tonalidad de la historia así lo demanda— nos proporcionan un espacio, hecho de silencio y de contemplación, que nos permite ir asimilando la intensa carga emocional del viaje de la narradora / protagonista. Pero esas mismas imágenes, como corresponde, también nos permiten elaborar el duelo por la destrucción de nuestra propia memoria.
-ADT

lunes, 1 de diciembre de 2008

Leopold Café


por José Rivarola

Hola Andrés.

Estoy en Ibiza, llegué hoy, después de varios días en Barna. Unos meses atras fui al Taj Mahal de Bombay a comprar la vida del Doctor Ambedkar en historietas y tuve que pasar por primera vez por un control de seguridad donde me revisaron la bolsa. Mis pensamientos protestaron injustamente contra la paranoia, digamos con esa inconciencia que nos rodea, nublando el peligro que se asoma a la vuelta de la esquina. Pero en la recepción de ese hotel, donde cada año al llegar a Bombay, voy a ver la libería o a echar una meada de lujo, pensé esta vez, ¿y si tiran una bomba? Fue un pensamiento rápido que se esfumó en la última letra. Cuando me enteré el otro día en Barcelona de los atentados, me dolió de verdad, me dolió el ataque al café Leopold donde los dueños me conocen de años, y siempre me invitan a algo, y no sé qué pudo haber pasado con esa gente. Esa noche escribí una nota en mi blog que se llama Leopold Café. Te lo paso por si lo querés colgar en el tuyo.
un abrazo fuerte, estamos ahi, comunicándonos en el aire.
José


jueves 27 de noviembre de 2008

Los viajeros de los setenta lo frecuentaban. Allí ibamos los que huíamos de los insípidos y anglicanos platos que nos daban en el Salvation Army Red Shield. Allí estábamos, en el Leopold Café, comiendo algo picante que despierte el coco y las piernas, que amortigüe los cuarenta grados que ardían afuera, esos platos que nos inyectaban las ganas de salir pronto para el norte o para el sur, a vivir con todo el cuerpo la inexplicable India.

A principios del siglo XX el Leopold Café, fundado por un parsi, tenía de vecino al Salvation Army que albergaba a los colonos alcohólicos y a los que habían perdido el norte, y más allá, digamos enfrente, el gran hotel Taj Mahal creado por otro Parsi, Jamsetji Tata, que, según cuenta la leyenda, le negaron al entrada al Hotel Apollo, sólo para blancos, y dijo “voy a hacer el mejor hotel de la India que pueda recibir todos los habitantes del mundo”. Se refería a los habitantes con buena cuenta en el banco.

Pasaron años y el Leopold Café fue cambiando de ropa, de mesas y bajando el nivel, convirtiéndose en un restaurante más caro donde iban los turistas que pagaban esos otros hoteles de 500 rupias. El tiempo pasó y tanto los hoteles como los platos subieron de precio. El caso es que yo, por simpatía y homenaje nostálgico, cada tanto me regalaba un pollo al curry o un vegetable nudul, en el Leopold. El cajero y los encargados me saludaban como recibiendo a otra época, con la sonrisa del que le gustaría darse un paseíto por el pasado. Cuando empecé a trabajar de guía en el sur de India, el viaje terminaba en Bombay y, si el grupo se portaba bien (no siempre ocurría), yo les organizaba una despedida en el Leopold. Los encargados unían las mesas y al día siguiente me regalaban una T shirt con el nombre del restaurante.

Este año no hubo cena, el grupo no estuvo a esa altura, y cuando se marcharon me tomé un lasie de banana en el Leopold y a la noche un plato de palak pannir, espinaca con queso, y un garlic nan, un pan parecido al chapatti más blando, refregado en ajo. Me despedí de los encargados y del cajero la noche que iba a tomar el avión. Yo también los miro siempre desde los lejanos y soleados setenta.

Ayer por la noche mi amiga Marisa me llamó desde Andalucía para decirme que en los atentados de Bombay habían ametrallado dentro del Leopold Café y que estaba viendo por la televisión como sacaban los cuerpos. Me costó dormir, dando vueltas en la cama y a cada vuelta entendía menos todo, y a cada vuelta se me aparecía como una visión las entradas sin puertas del Leopold Café dando a la caótica avenida Colaba, la visión de la caja antes de los baños, y el ruido de las voces riéndose en distintos idiomas, esas voces que hoy la imbecilidad que vivimos ha apagado.

Y ahora voy a decir algo que puede estallar en polémica, y pertenece a Krishnamurti: “el mínimo sentimiento de pertenencia a un país o a una religión nos hace responsables de las matanzas”

sábado, 29 de noviembre de 2008

El ritual de la serpiente


El ponerse la máscara durante la danza significa apropiarse espiritualmente del animal y anticipar miméticamente su captura. Esta ceremonia no tiene nada de lúdica: para el hombre primitivo, la danza de las máscaras comprende un proceso de crear un lazo espiritual con lo extrapersonal, lo que significa el más amplio sometimiento a una entidad extraña. Cuando, por ejemplo, el indio imita los movimientos y las expresiones del animal, no se introduce al cuerpo de la presa para divertirse, sino para poder apropiarse de un elemento mágico de la naturaleza a través de la metamorfosis personal, algo que no podría obtener sin ampliar y modificar su condición humana. La pantomímica danza de los animales es un acto de culto que expresa con la más alta devoción la pérdida de identidad, al lograr fusionarse con un ente desconocido.
--Aby Warburg, El ritual de la serpiente.


Posdata: Es interesante el contexto del que fue extraido este párrafo. Aby Warburg (1866-1929) fue un gran historiador del arte y uno de los pioneros de la iconología o iconografía, la interpretación de los símbolos y de las imágenes. En 1923 estaba internado en la famosa clínica psiquiátrica de Kreuzlingen, por sus recurrentes "crisis de nervios". Decidió dar una conferencia ilustrada con diapositivas, dirigida a los demás internos y a los médicos, con el propósito de demostrar que ya estaba curado. Describe su encuentro, "veintisiete años atrás", con los indios Pueblo del Oeste norteamericano. Pero el relato de ese universo en vías de extinción adquiere la forma de una meditación formidable acerca del poder de la imagen, de la metáfora y de la ficción. También expresa, de modo más subterráneo, la esperanza que el propio Warburg ponía en la capacidad curativa del pensamiento mítico y simbólico, no sólo para una sociedad enferma, "la sociedad de la electricidad y del teléfono", sino para sí mismo.

foto: Aby Warburg junto a un indio Pueblo, Oraibi, Arizona, 1896.



miércoles, 26 de noviembre de 2008

Of Time and the City


Hubo otra película que vi en Mar del Plata de la que no tuve tiempo de hablar: Of Time and the City de Terence Davies. "Del tiempo y la ciudad". Si bien se trata, indudablemente, de un documental, no recuerdo haber visto otra película tan decididamente poética. Se trata, de hecho, de un poema dirigido a su ciudad natal, Liverpool. Desde el primer momento, la voz en off del director empieza citando unos versos, muy conocidos en Inglaterra, que hasta a mí me eran familiares:

Into my heart an air that kills
From yon far country blows:
What are those blue remembered hills,
What spires, what farms are those?
That is the land of lost content,
I see it shining plain,
The happy highways where I went
And cannot come again.

Traduzco (traiciono):

Entra en mi corazón un aire que mata
De aquel país lejano sopla:
¿Qué son esas colinas azules recordadas,
Qué cúpulas, que granjas son aquellas?
Es la tierra del consuelo perdido,
La veo brillar nítida,
Los caminos felices por los que anduve
Y ya no puedo volver a andar.


Pero el resto de la narración sigue en el mismo registro, como si efectivamente se tratara de un poema:

We love the place we hate, then hate the place we love.
We leave the place we love, then spend a lifetime trying to regain it.

Se trata, evidentemente, de otra busca del tiempo perdido. Lo singular es que Davies encuentra su tiempo perdido en los viejos noticieros y materiales de archivo con que arma, casi exclusivamente, su película. Y encuentra poesía en recuerdos a primera vista anodinos, como siempre sucede: por ejemplo, en los nombres de los equipos de fútbol que se oían por la radio al anunciarse los resultados, los sábados por la tarde, y que su madre verificaba con las apuestas que había hecho en la planilla del prode, "esperando hacerse millonaria".

Preston North End two, Blackpool three.
Everton two, West Ham United nil.
Leicester City nil, Leeds United two.

Me recordó a Nabokov, que en Lolita hacía un tipo de poesía semejante con la lista de nombres y apellidos de los compañeros de clase de Lolita. Yo también escuché esos resultados por la radio, aunque algunos años más tarde, cuando viví en Inglaterra. Tengo en el oído esas voces de la BBC, anunciando resultados de un modo deliberadamente desapasionado, o mejor dicho, poniendo toda la pasión en la enunciación sobria y equilibrada de aquellos nombres que eran como talismanes. Llegando hasta los equipos de la B y la C y la D y las ligas locales, nombres de equipos en algún caso olvidados:

Accrington Stanley, Sheffield Wednesday…
Hamilton Academicals, Queen Of The South.

Y a Davies le basta con repetir, pero con otra entonación:

Queen of the South

para que brote la poesía y la emoción, como si hubiera dado con el password de la puerta que abre a un reino perdido.


Los desvelos del Davies adolescente que descubre su homosexualidad vuelven con imágenes de la iglesia y su desencanto con la religion y la bronca por cómo torturó su cuerpo y su mente. Pero hay demasiada pasión en ese odio desmedido, demasiada felicidad en el recuerdo de la infelicidad, que por lo menos no se olvida. Y después aparece el descubrimiento del cine, como otra religion, feliz e indolora, aunque se trata de una religion hecha de añoranzas y deseos imposibles… ¿indolora?

Davies tampoco desdeña recurrir a la eficacia sencilla de una vieja canción popular que suena sobre las preciosas imágenes en blanco y negro que ha encontrado del Liverpool cotidiano de los años 30. Cuando vuelve a apelar al mismo recurso, pero con imágenes de la reconstrucción o modernización de Liverpool en los años 60, una serie de imágenes y sentimientos resuena como trasfondo de otra y la nostalgia se vuelve ironía.

Davies soprende haciendo una especie de lipsynch al revés de los Beatles, hijos dilectos de Liverpool que Davies parece odiar demasiado, como si representaran el fin de algo más grande, y no simplemente del tipo de canción popular amable de los crooners que Davies añora. Es un mundo, el de su infancia, el único que será para siempre suyo, el que se acaba. Como si los Beatles fueran los Sex Pistols, o algo peor. Es que tal vez lo fueran. Enojado, Davies grita:

Yeah, yeah, yeah, yeah.

mientras los Beatles cantan en silencio, por una vez.

En otro archivo blanco y negro, probablemente de los años 50, unas nenas juegan en el colegio, cantando canciones infantiles:

Goodbye Betty, while you're away
Send me a letter to tell me that you’re better

Un momento de alegría y energía infantil. Pero de fondo se oye un himno religioso que casi llega a tapar las voces de las nenas y de pronto el material de archivo se transforma. Aquellas imágenes y sonidos adquieren un tinte profundamente elegíaco que nos dice: “todo esto que estás viendo está condenado a desaparecer y sólo volver como recuerdo”.

Y tras la evocación de momentos felices, la daga en la espalda:

The golden moments pass and leave no trace.

Traducción: Los momentos dorados pasan y no dejan rastro.

Y en un momento, la voz en off parece detener el relato en seco y nos pregunta, o tal vez se pregunta:

Do you remember?
Do you?

Y, como si supiera que no hemos tomado demasiado en serio sus palabras, porque no hemos comprendido todo su alcance, las repite, con un dejo de angustia:

Do you remember?
Do you?

sábado, 22 de noviembre de 2008

Aquele querido mes de agosto

Florencia

Mi gran sorpresa del Festival dei Popoli fue Aquele querido mes de agosto de Miguel Gomez, una película portuguesa inclasificable que pasó por Cannes y que me dio ganas de programar en Princeton. El único problema es que dura dos horas y media y, para el final de la proyección, en la sala quedamos cinco. Tengo la impresión de que hay críticos que se regodean un poco con la cantidad de espectadores que se van en medio de una película de Albert Serra o de Pedro Costa --por citar dos casos emblemáticos que presencié de primera mano-- como si la capacidad de ahuyentar a las presuntas señoras gordas les otorgara a esos directores un prestigio añadido, del que también pueden gozar los espectadores entendidos. Del otro lado del mostrador, los cineastas conocemos demasiado bien todo el trabajo que implica mantener el interés del espectador por el cuento que estamos tratando de contar, en particular si el desafío excluye apelar a los recursos más convencionales del entretenimiento. Por mi parte, no puedo dejar de preguntarme si esas películas que el público abandona --y estamos hablando de espectadores a priori bien predispuestos, que no han concurrido a un festival de cine para comer pochoclo-- no son de alguna manera fallidas. Es decir, la fuga de espectadores puede llegar a ser un síntoma de que la misma película que hallamos admirable, y que incluso nos ha proporcionado momentos de iluminación, tiene algo mal resuelto.

Me hago estas preguntas porque Aquele querido mes de agosto no sólo no tiene nada de aburrido ni solemne sino que, por el contrario, no deja de deleitar al espectador con su desfile encantador de personajes, situaciones, humor y... ¡canciones! La película empieza como un documental más bien atmosférico sobre el mundillo de músicos semi-profesionales que recorren las fiestas populares de los pueblitos del interior de Portugal durante el verano ("aquele querido mes de agosto"). En el medio de todo eso, presenciamos una escena un poco insólita, en la que Miguel Gomez, el director, se encuentra en un café con el productor de la película. El productor le reclama al director que hace rato que empezaron el rodaje pero que todavía no tienen a los actores para interpretar a los personajes que están en el guión. Gomez, de forma un poco displicente, pide más tiempo... y más dinero. "Los estamos buscando, ya van a aparecer". Parece un chiste --de hecho, es como un paso de comedia-- porque lo que hemos visto hasta aqui es un documental de observación, sin personajes demasiado individualizados.

Pero, de a poco, casi sin que nos demos cuenta, la película se va convirtiendo en otra cosa. La cámara empieza efectivamente a encontrar personajes dentro del registro documental y --sorpresa mayúscula-- en determinado momento, sin transición, advertimos que estamos en manos de un dramaturgo consumado: delante de nuestros ojos cobra forma, imprevistamente, una ficción. La joven cantante de una de las bandas que hemos visto antes se ve envuelta en un triángulo amoroso digno de una telenovela. Tironeada entre su padre viudo y un primito venido del exterior, en la vida de la adolescente se pone en juego la dinámica freudiana de hija y mujer, fidelidad y erotismo, totem y tabú. Pero esta historia, que podría parecer melodramática, nunca deja de tener un carácter imprevisible y un sabor auténtico. Se lo da su decidida pertenencia al mundo real y al universo documental: en ningún momento dudamos de la realidad de los personajes. Y en un giro notable, Gomez consigue que las canzonetas que cantan los personajes en los escenarios pueblerinos donde los lleva su trabajo, las mismas que al principio parecían simplemente simpáticas y pegadizas, de pronto empiezan a expresar los sentimientos más profundos, como si se tratara de una tragedia de Sófocles. Y, a la vez, es como si realmente hubiéramos estado en esos pueblitos portugueses y hubiéramos bailado esa música durante aquel querido mes de agosto.

Entonces, cuando termina la extraordinaria película de Miguel Gómez y se encienden las luces del Cinema Odeon de Florencia y me enjugo las lágrimas de la última canción, advierto que no ha quedado casi nadie en la sala y me pregunto por qué.

-Andrés Di Tella


viernes, 21 de noviembre de 2008

Guerín


Florencia

Mientras no hacía turismo, tuve oportunidad de ver algunas películas. Entre ellas, una vez más, Una fotos en la ciudad de Sylvia de José Luis Guerín, que ya había visto el día del estreno en Barcelona y que repetí en Princeton. Pero esta vez era en una función con música en vivo, a cargo de un conjunto italiano de... ¿free jazz? No estaba mal la música, pero me parece que los músicos sufrían un poco de horroris vacuis y no dejaron de tocar ni un minuto. De cualquier manera, la película para mí pierde mucho sin el silencio, que es lo que le da intensidad a las imágenes y esa atmósfera como de recogimiento a la proyección, de modo que estar ahí, en la sala oscura, mirando las fotos y los intertítulos que desfilan silenciosamente por la pantalla, se convierte en una experiencia inusual, próxima a la lectura.

Guerín andaba con un libro de arte, "Breve historia de la sombra", que me dio ganas de leer. Y me sorprendió con su conocimiento, o mejor dicho absoluta familiaridad, con el arte del Renacimiento, del que Florencia está plagada. En algún momento, a propósito de las secuencias de su película filmadas --o fotografiadas-- en Florencia, me empezó a hablar de la "mujer pantalla", en referencia al episodio de la Vita Nuova de Dante en que Dante, para disimular su amor por Beatriz, corteja abiertamente a otra dama. Por eso mismo, por ser algo secreto, su amor por Beatriz se vuelve más intenso. Esa otra dama es "la mujer pantalla" y esa, dijo Guerín, es la clave de la película. Por eso tenía que filmar en Florencia. Me recordó el concepto de Freud, de "recuerdo pantalla" (no sé si es el término que se usa en castellano, en inglés sé que se dice screen memory), que Guerín desconocía. 

Es que Guerín es casi como un hombre del Renacimiento, o en todo caso de altri tempi, en el sentido de que parece vivir en un lugar muy alejado no sólo de Freud sino de cualquier contemporaneidad. Sus referencias cinematográficas, de las que habla con pasión ni bien alguien parece saber de qué está hablando, son Griffith, Murnau, Dreyer, Flaherty. Pero también Marey y Muybridge. No es casualidad que haya llegado a hacer una película muda. Pero, más que nada, Guerín tiene en la cabeza nombres, como Piero della Francesca, Paolo Uccello, Masaccio, que para mí suenan muy lejanos, como de otra galaxia. Hablar con él me ayudó a entender que es de esa galaxia que vienen sus películas. La mirada sobre la mujer que propone el ciclo de "la ciudad de Sylvia" (la película de ficción llamada En la ciudad de Sylvia, el experimento documental Unas fotos en la ciudad de Sylvia y la instalación Las mujeres que no conocemos) puede efectivamente parecer demasiado estetizante y estereotipada, incluso machista. Pero hablar con Guerín me hizo recuperar el primer impacto que me produjo la visión de Unas fotos... y, a la vez, advertir que la gran originalidad del proyecto tiene que ver, precisamente, con esa pasión de Guerín por los orígenes, por los orígenes del cine y de la fotografía, y por la imagen primigenia de la mujer que se puede apreciar en el arte que él ama. Y entrar en contacto con ese universo, tan lejano, es una experiencia que vale la pena. Y la Florencia medieval, el marco más apropiado imaginable.

Posdata en Buenos Aires: Me acabo de comprar Breve historia de la sombra, de Victor Stoichita, y cuál no es mi sorpresa, después de haber escrito lo anterior, al leer en la contratapa las palabras de Stoichita: "La relación con el origen (la relación con la sombra) marca la historia de la representación occidental. El propósito de estas páginas es seguir el hilo y los hitos de ese recorrido. No debemos extrañarnos del retraso que, en relación con la historia de la luz, caracteriza a la historia de la sombra, su explicación reside seguramente en que en realidad es el estudio de una entidad negativa".

Imágenes: Unas fotos en la ciudad de Sylvia de José Luis Guerín.