viernes, 20 de agosto de 2010

Pacto de silencio

Marcos López me envía desde Francia este texto inédito, que estará en el nuevo libro retrospectivo
MARCOS LOPEZ / FOTOGRAFIAS Y TEXTOS 1978/2010
de próximo lanzamiento en Argentina.


por Marcos López

Un manto de olvido cubre el pacto de silencio. El manto es un envoltorio. Gomoso, elástico, como esas microtelas de film poliéster que se usan para guardar comidas en el freezer. El pacto, en realidad, son muchos pactos: matrimonios que conviven sin amor, traiciones de mayor o menor calibre, frustraciones, complicidades... Como un tejido molecular, la suma de los pactos conforma una red, un grupo social. La mismísima patria. El plástico los envuelve como si fueran sándwiches de miga y terminan siendo un pegote: el jamón se funde con el pan y con el queso.

Uno negocia. Pero el miedo y la culpa se incrementan. Aparecen materializados en sensaciones corporales: un gusto ácido en la garganta, como a bilis, que de repente baja y se instala en un ardor en el estómago. Luego sube y se transforma en una molestia punzante en el pecho. Pesadillas. Persecuciones. No está claro a quién se traiciona, pero uno está seguro deser un traidor. No lo leí, pero me parece que "Crimen y Castigo" tiene que ver con esto.

Así es la cosa con los textos. Las palabras, mientras sean sinceras y suenen bien, con armonía, con musicalidad, pueden ir y venir. Hay cierto margen de ambigüedad. Existen los sinónimos. Si una palabra no funciona se pone otra. La imagen es otra cosa. Sobre todo si se trata de retratos. No hay espacio para andar dando vueltas ni se pueden poner adjetivos. El secreto es estar alerta cuando se presenta un encuentro. Prestar atención a la intensidad de la mirada, los gestos, la posición de las manos.

Yo creo que a esta altura del partido, no es necesario hacer doscientas fotos en el oeste americano, como hizo Richard Avedon, para decir lo que hay que decir. Con hacer algunos pocos retratos, bien hechos, que hablen de dos o tres sentimientos básicos, centrales, alcanza.

Los objetos, ayudan formalmente en la composición, pero también simbolizan cosas. Por ejemplo, en el retrato de Rogerio, el avión es un avión, pero también es una ofrenda, un objeto de deseo y un misil. El yugo en el cuello ya se sabe lo que significa. Y en cuanto al color, el rojo del fondo tiene la contundencia de los clásicos. Se potencian mutuamente con el color de la piel del modelo: negro violáceo. Bemba colorá. Carioca transpirado. Yoruba profundo. Cubano auténtico. Haitiano verde oscuro. Marimba. Katinga. Kilombo. Candomblé.

Las puestas en escena -por los menos las que hago yo- no son más que retratos teatralizados de personas. Los siete hombres que están caracterizados de médicos, enfermeros y el perito balístico que esta a la derecha en la foto de la autopsia, miran a cámara con la emoción de estar allí, a treinta centímetros de una hermosa joven desnuda, maquillada, mutilada. Inaccesible. Y también está esa cuestión del aquí y ahora tan propio de la fotografía misma. Generar un clima para captar la emoción de ese momento es uno de los secretos para hacer una buena foto: solamente hay que decirle a los modelos que no hagan nada, que no actúen, que no respiren y que se queden quietos. No son actores. Seguramente es la primera vez en sus vidas que están en una situación así. Aceptan el juego de cumplir un rol. El disfraz (el vestuario) es un recurso para desentrañar los sentimientos más profundos. Son mozos de bar, taxistas, plomeros, un profesor de la universidad, un par de artistas plásticos. Da lo mismo. Cuando miran a cámara, todo se deshace. Se desintegra el personaje y sus ojos hablan de lo único que se puede hablar en este paso por la vida. Nada nuevo. Lo mismo que repiten todas las letras de tango: la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.

Otra cosa importante es el contexto. El momento y el lugar donde sucede todo. La realidad. La escena, la emoción que aflora en la mirada y los gestos del grupo en cuestión, sucede en mi estudio de la calle Finochietto, en el barrio de Barracas. En un tiempo de post-producción digital donde puedo usar -casi- la misma tecnología que en el Norte pero con caballos flacos, tirando carros que juntan botellas, metales y cartones, pasando por la puerta. A diez minutos de taxi de la Casa Rosada, y a poco más de diez cuadras de Puerto Madero, donde está el pretencioso e inútilmente aerodinámico puente Calatrava.

Pero todo sea por la cultura y el progreso...

El problema es que he visto -con mis propios ojos y muchas veces- en la vereda de los coquetos restoranes que están uno al lado del otro al lado a los costados de ese mismo puente, a familias enteras, con niños, disputándose comida de la basura, apurándose antes de que la retire el camión recolector.

Me enojo porque estoy convencido de que así no se puede. Si no se reparte un poco, no se puede. Siempre agradezco cuando paro en los semáforos de la Avenida 9 de Julio, que en vez de pedirme una moneda por limpiarme el parabrisas delantero, los muchachos no me degüellen, me coman el hígado y se lleven el auto con mi esposa adentro como cautiva, hacia las villas miseria de la periferia. El otro Buenos Aires. Y encima los muchachos te dicen: "Gracias, que Dios lo bendiga".

Entonces, en el fondo, "La autopsia" es un documento. Por más adornos, cambios, retoques digitales, ensayos, pruebas, errores, las citas a Rembrandt, a la foto del Che muerto en Bolivia. "La muerta es la patria joven", me dijo Carlos Masoch, el que actúa de cirujano, cuando le mostré la foto terminada. Las ilusiones de un país que no pudo ser.

Una generación quebrada. Cercenada. Una autopsia mal hecha de una muerte evitable. Una autopsia inútil, trucha, clandestina, perversa, desalmada. Y la sangre ni siquiera es sangre. La sangre es tinta roja. Un maquillaje. Un simulacro. La puesta en escena del dolor. Una ceremonia que me permite materializar en una imagen los sentimientos más íntimos. Entonces, por una sumatoria de trabajo, magia, fe, voluntad y alquimia, la tinta roja se convierte en la sangre de todas las sangres. La sangre del enfermo que cura al enfermero. La sangre de Liliana Maresca. La sangre de mi hermano que no pudo vivir y la sangre de Violeta que no pudo nacer.... y también la sangre derramada en la franja de Gaza que vi una vez en la tapa del diario Clarín, en un bar cerca de mi casa. Un error técnico, decía el epígrafe. Así de simple. Está escrito en el diario. Miro la cara, el gesto del padre, enarbolando ese bebé envuelto en trapos, en la foto de Gaza. Los gritos congelados por el clic de la foto. El sentimiento se vuelve insostenible. Me pido otro Fernet Branca con soda y hielo con absoluta conciencia de que lo hago para evadirme, que es inútil, que no me hace bien, pero lo pido igual y me pongo a mirar para afuera. Llueve. Más bien garúa. Estoy en la mejor mesa para mirar al Parque Lezama. Siento que me da lo mismo que quieran cerrar el histórico Bar Británico que está enfrente. Desde mucho antes, yo ya venía a este bar, El Hipopótamo. Me da un poco de lástima por Horacio González y por Eduardo Grossman que tanto les gustaba El Británico; pero a mí, la verdad, me da lo mismo. Además, me gusta más la vista que hay del parque desde este lado, en diagonal.

Miro a la gente. Los turistas. Los cartoneros. Todo interacciona con calma y en equilibrio. Los problemas del mundo están más lejos. Ya estoy medio en pedo y automáticamente aparecen imágenes de cosas lindas. Es el atardecer, casi de noche. Recuerdo canciones: los travestis que van y vienen por la esquina de Ipiranga y la avenida São João. Me acuerdo del año pasado, cuando fuimos con Lena y los niños a La Habana, a visitar a mis suegros que no tienen lugar en la casa para hospedarnos, y por eso nos quedamos en elHotel Riviera, en una habitación de un piso bien alto, con grandes ventanales que daban al malecón. Un día me pasé un rato largo mirando un plano secuencia sin sonido; algo maravilloso que el cine nunca jamás podrá conseguir, ni soñar, ni imitar, ni lograr. Esa emoción máxima que es la realidad misma fluyendo en tiempo real: las olas cayendo sobre la vereda y la calle, el mar, el horizonte, los carros Lada yendo y viniendo a la misma velocidad, algunas motos con sidecar, una chica sola, morena, con un cabello largo y ondulado que a la distancia y con el viento se ve maravilloso, mirando el mar por un tiempo increíblemente largo y un grupete de turistas jóvenes, tontos, que la interrumpen, tratan de seducirla, se hacen los graciosos y quiebran ese momento sagrado. Una manga de estúpidos.

Como dice mi amigo Roberto Fernández: "El rey está desnudo".

Todo está a la vista y todo termina siendo un juego de palabras. Y como dijo Vinicius de Moraes: "Casémonos, pero después de carnaval".

Por eso a mí me gusta acá. Latinoamérica. Buenos Aires. Me gusta lo cercano. Tengo mis bares, mi casa, mi barrio, y por suerte no tengo que hablar inglés. Y hago lo que me da la gana. Reescribo las memorias del subdesarrollo. Me apropio de la poesía ajena. Me puedo desdoblar: soy el río, la jangada, las aguas de marzo. El personaje de Horacio Quiroga, que delira moribundo tirado en el piso de la canoa que deriva por el alto Paraná. El hombre que le ruega al río Manzanares que lo deje pasar porque su madre enferma lo mandó a llamar. La piragua de Guillermo Cubillos, que impasible desafiaba la tormenta, y en las noches a los remos arrancaban un melódico rugir de hermosa cumbia.


2 comentarios:

Juanma dijo...

Marcos: eres un afortunado al poder elegir en qué país estar.
J.M.G.

Martín B dijo...

me gustó