Reunión informativa:
Jueves 1 de diciembre, 19 hs en UTDT Sede Alcorta / Sáenz Valiente 1010
Sobre el cineasta Claudio Caldini y la película y el ensayo Hachazos de Andrés Di Tella.
Por Matías Serra Bradford.
Fácil no es sacar conclusiones rápidas acerca de esta clase de artista (hagamos de cuenta que la palabra acaba de fundarse). Con Claudio Caldini es difícil pronunciarse acerca de su lugar en el mapa que le concierne, por la clase de obra que ha hecho, que hace: rezagos luminosos, desconcertantes. Una obra tan fragmentada, escueta, espaciada en el tiempo. Son claras, no obstante, las líneas de demarcación. Una obra sin copias adicionales, que sólo exhibe él mismo, poniendo (creando) sus condiciones: lección de modestia y a la vez una especie de sacra megalomanía. La de un pintor (se comporta como uno, filma como uno) que nunca hubiera vendido un solo cuadro. Un pintor al que no le falta oído. Una obra hecha de repliegues, de negaciones: el dandismo de la austeridad. El único –¿el último?– que se acuerda de los atributos de una cámara de cine. Los efectos, primero fueron funciones. Un devoto de lo mecánico, de los materiales de trabajo, que no distingue materiales y trabajo. Lo poético es lo técnico. (Simple de entender para alguien que ha visto horas –quién no– a un antepasado trabajar con las manos.) Un hombre de implementos: cámaras de diverso formato, tetera, olla, salamandra, carretilla, bichero. Las afueras de una ciudad. Las afueras como definición, como credo.
Dos planos superpuestos: casas que parecen buques hundidos. El gato y el jardín nevado. Ventana repartida (proyecciones simultáneas). ¿Por qué, cómo, de entre todos los detalles posibles elige las imágenes mejores? Flores que brotan y se multiplican como insectos bajo una lupa agigantada. Piedras en un arroyo de deshielo. El pensamiento de esta clase de artista, un glaciar: se desplaza medio metro por año y la nieve tarda veinte años en cristalizarse. Quien sostiene la cámara renuncia a la simplificación de una trama, renuncia a una trama como quien renuncia a un vicio. Se inclina por la simplicidad de una pista. Un rastreo. Un siglo de cine recapitulado en segundos para alguien que está por morir, con las imágenes de su vida. “Oberhausen 2008”: como si Caldini siempre filmara mundos desaparecidos, como si estuviéramos viendo gente que ya murió. Virtuoso de casas y árboles, de gente capturada en el momentojusto, en el momento mejor, como un fotógrafo (y los fotogramas duran milésimas). Un cine de árboles. Lecciones de cosas, en cámara rápida, pero otra vez, es como si viéramos nevar. O una composición de imágenes que se repiten, en un arte –el cine– que ha esquivado la repetición, que huye de la repetición igual que de un pecado mortal (y vuelve a caer en él como en una tentación). Repetir, en el cine de Caldini, para entender mejor, para captar el misterio apenas visible de un misterio mayor. Variación en la repetición, como Beckett. Como Beckett, despojamiento sintáctico; ir a menos como divisa. Las imágenes mantienen su potencia porque no son metáforas; no aspiran a la superchería de erigirse como metáforas. Ya trazó esa línea Pound: el silencio definitivo que sobreviene a quien no ha podido evitar cruzar el límite de la sensatez. Qué prodigioso defecto de la retina, termina pensando el espectador, hace creer que este film y aquel son obras maestras. Ante un ojo así no se puede utilizar una sola nota falsa, no se puede confiar en lo que un catálogo dictamine.
Un hombre sin atributos: un jardinero. Un milagro: un jardinero que hace cine. Arrasado, invicto. Cine declarado desierto. Cine de tabula rasa: cada film, un retorno a cero. Un primitivismo que está sentado en el futuro. Un hombre que espera que un amigo le aconseje escribir. Que confíe que escribirá tan bien como titula. La escritura como el estilo tardío del cine. Archivos, carpetas. Lo biográfico es lo bibliográfico. Un modelo de artista (la palabra no sobra). Beckett en Ussy-sur-Marne combatiendo a los topos, plantando ocho espinos y un sicomoro. Burroughs en París, tijera en mano. Wilcock en Lubriano, con la compañía de los perros, reacio a que lo traduzcan (mal). Solitarios vitalicios. Un laconismo que se corresponde con su obra. Como en Beckett, una cara que es la garante de su obra. La mirada que le corresponde. (No conviene olvidar los modelos de trabajo. Basta con ver fotografías de ellos –sobre todo caminando– para llamarse al orden.) Lo que muestra con claridad su obra y su vida es que en el funcionamiento de la obra, y de la obra con la vida, hay al menos un secreto, y ese secreto permanece desconocido aun para el propio portador. Una cara y una obra que llevan impresa una palabra obsoleta: autenticidad. La vida de un artista como una provocación, una piedra de toque. Como si esa clase de vida fuera un magnífico biombo desplegado (un biombo chino o japonés), un destino ilustrado y anunciado en otro siglo. El de quien se comporta como un hurón por temor a hacer el ridículo de ser incomprendido. En un país en el que si a un funcionario se le ocurriera cobrar un impuesto –una multa– cada vez que alguien pronuncia la frase “mi obra”, se triplicarían las reservas del tesoro. Un consuelo saber que todavía hay gente que cree que el reconocimiento espurio es un insulto para obviar. Voy a Basho para desatar este nudo: “‘Viajero’ / será mi nombre / primer diluvio de invierno”.
Montado a una bicicleta, girando lúdica y tercamente en un mismo lugar. Eso es un artista, no un personaje de Beckett, murmura la película: alguien que mira la lluvia bajo el alero de una casa prestada. Esa imagen y esos sonidos bastan para empezar a entender lo que no se parecía a un significado. Un documentalista lo persigue y demuestra que el documental no sólo salvará a la novela. Un documental como un cuarto propio, una cápsula espacial, sin un antes en la vida del retratado (se aprovechan las circunstancias para prescindir de ciertas distracciones biográficas y para subrayar otras). El documentalista, un niño salido de Verne: curiosidad y nobleza. Los films de Caldini son también documentales, de la vida secreta de una pileta y su parque, de luces y sombra, de criaturas absueltas. Un cineasta y otro parecen decirnos: el mundo –los días– hacen todo lo posible para que dudemos de nuestra fortaleza (que tenemos). Pasa en Ussy, en Tánger, en Lubriano, en General Rodríguez. Voto de pobreza. Voto de silencio. Cine célibe. Hombres olvidados dos veces. Hay que tener lo que nadie –de ahí el retiro– para hacer una obra de esta naturaleza. Hay que portar una generosidad de espíritu inaudita para poder retratarla (en una tierra en la que pocos hacen algo por otro, menos si se trata de un contemporáneo). Un lector mira y lee Hachazos como si hubiera vuelto a ver El gran éxtasis del tallador Steiner, sin detectar una sola imagen repetida.
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