HACHAZOS, de Andrés Di Tella
Contexto: soy turista en la gran ciudad, busco en internet la cartelera de cine de Buenos Aires. Dan un nuevo documental de Andrés Di Tella en la calle Salta al 1600. Recuerdo a un amigo hablándome de haber visto un avance en el Doc Montevideo, algo de un tipo que revoleaba una cámara de súper 8 por los aires, atada de una cuerda. Es a las dos y media de la tarde, un viernes, en un Espacio INCAA, donde pasan solo cine argentino. Tomo un taxi, llego al barrio desconocido: resulta ser pleno Constitución, muy cerca de la plaza. Mucho ruido, mucha gente. Pero adentro de la sala, solo yo. Única espectadora, como en una cápsula perfecta para asistir a otro tiempo y otro espacio.
La película trata sobre Claudio Caldini, cineasta experimental argentino de fines de los años sesenta, que luego del golpe militar se exilió en la India y hoy cuida una quinta en General Rodríguez, en el gran Buenos Aires. La primera información que brinda el retrato es que se trata de un hombre que viaja en tren con una valija de cuero llena de películas super 8 filmadas en los sesenta. Pero de inmediato el retrato se transforma en encuentro: Di Tella asume la responsabilidad de hablar del mundo explicitando su lugar en él, y pone en evidencia que la cámara implica una relación de a dos, que inevitablemente también lo pone en escena.
Andrés Di Tella cuenta la razón de su interés por Caldini: fue el primer cineasta que vio en su vida, filmando una performance de Marta Minujín en la que él participaba tirando palazos de tierra para enterrarla viva. El ambiente de agitación de la época los involucraba a ambos, cada uno desde su lugar, en ese infinito montaje paralelo que es la realidad. Del mismo modo, la estructura de la película se explicita en planos de la mano de Di Tella anotando en su cuaderno, con una bic azul, los títulos de las diferentes partes: introducciones, razones, reconstrucciones. La sensación vertiginosa de asistir a una película sin clausura, con algo de boceto, se intensifica con el uso de grandes silencios en la imagen: planos en negro donde solo se escucha el audio y la sensación de vacío narrativo se transforma en espacio reflexivo, tiempo presente de ausencia que la memoria conoce por su ejercicio cotidiano.
La película se desarrolla en ese discurrir del encuentro entre los dos y su relación con la problemática de la representación fílmica, que deja traslucir en ambos casos un profundo e irreverente amor por el cine. El montaje incluye reconstrucciones de los filmes en super ocho filmados por Caldini: lo muestra revoleando una cámara para obtener un plano igual al filmado cuarenta años atrás, colgándola de una cuerda para hacerla girar y registrar la inercia del movimiento, andando en bicicleta para obtener un plano secuencia. También se muestran las reticencias del cineasta de hacer lo que Di Tella le pide, las negociaciones, el proceso de creación presente en diálogo continuo con los experimentos del pasado. A la vez, se cuelan disgresiones sobre la vida, la locura, la muerte, el aislamiento, la realidad del “nosotros” que aunaba a los cineastas experimentales de aquel tiempo, que parecen no existir para la historia oficial del cine argentino. Una frase de Caldini parece excusar su incapacidad para entrar dentro de la tradición del cine de ficción: “yo no era bueno para contar historias”. La apertura de una búsqueda lejana al sentido, de la imagen como fin en sí mismo, frente a la estética testimonial y narrativa de Di Tella, entran entonces en conflicto: de ahí la necesidad de explicitar la tensión, la contradicción y el esfuerzo del encuentro.
El resultado es una película de una riqueza humana particular, donde la conciencia ética y estética de la mirada involucra al espectador como preguntándole insistentemente: ¿cuánto y cómo puede el cine documentar la realidad? ¿Cuál es el pasado y el destino del cine político? ¿Cuál es la relación de la política con la forma cinematográfica? ¿Cómo se logra la apertura testimonial de personas tan especiales, testigos únicos e inmejorables de una época, pero que han elegido el aislamiento por la relegación sostenida de sus intereses artísticos?
Coronada por la belleza fotográfica de los planos en la quinta donde vive Caldini – lugar más que propicio por su serena y hermosísima desolación- , el montaje del metraje super ocho, el ritmo de los diálogos, la oscilación de una gran variedad de climas y una banda de sonido cuidadísima, finalmente la película llega al final, se materializa en 82 minutos de cine. Y se vuelve imposible hablar de ella, reproducirla en palabras, sin hablar de nosotros mismos y nuestra lectura frente a tantas interrogantes.
Contexto: salgo del cine en conmoción. La multitud continúa su camino por Plaza Constitución, mientras yo avanzo tambaleante y solitaria con la certeza de haber vivido una experiencia artística. Di Tella y Caldini están en la cartelera, pero a las dos y media de la tarde, y no sé si en Montevideo habrá un espacio para su película. De ahí la enorme vigencia de un cine que nos espera, capsular, escondido, dando Hachazos al discurso de que la originalidad ya no existe.